¿Vivir o leer novelas?
Pronto la modernidad de un país se determinará por su menor o mayor afición a leer novelas. Del mismo modo que los nuevos medios, desde el teléfono móvil a internet, han transformado la antigua comunicación escrita, también la novela ha sufrido su decadencia. Ahora a los novelistas les queda una de dos: o escriben muy bien y sería igual el género que eligieran, o escriben sin singularidad y se ven forzados a procrear alguna trama de intriga con la que justificar la existencia y longitud del libro. Tener esto presente puede ayudar a explicar el copioso número de novelas contemporáneas españolas donde se comete un crimen y el texto se consagra, sin otro logro, a desvelar el nombre del asesino.
No exagerando, podría decirse que la más común justificación de la novela tipo -con aspiración de best seller+- es un argumento policiaco, se trate de una acción ambientada en la contemporaneidad, en la postguerra española, en una dictadura latinoamericana o en los romanos. Los autores de novelas, a primera vista individuos de comportamiento normal, con hábitos y gustos de nuestro tiempo, se transfiguran en sujetos al menos del siglo XIX cuando abordan el empeño de 'hacer literatura'. Son, en el discurrir cotidiano, personas que van al cine, que visten en Massimo Dutti, conducen un coche y manejan internet, pero cuando se trata de la literatura tienden a investirse del 'artista obsoleto'. Y no es eso lo peor: lo peor es que escriben novelas, novelitas o novelones, que se siguen considerando artículos alienables con la novedad, se expenden en mesas donde se anuncian como 'novedades' y los consumidores las compran en el engaño de que pertenecen a una oleada flamante. El malentendido que sigue rigiendo en España -relativamente aislada del mundo intelectual por su padecer político/terrorista- se irá deshaciendo, pero por el momento vivimos, a través del éxito de la novela (mala, regular o buena), un particular anacronismo que recuerda los retrasos del franquismo.
Hoy, en países con sentido crítico actualizado y con algún debate no necesariamente vasco, resulta más notorio que la novela es un quehacer desfallecido. Nuestros mejores novelistas -dos o tres- lo saben y lo proclaman cuando se les atiende. Casi todo lo interesante que puede ofrecer hoy una novela pertenece a otro género: al ensayo, a la autobiografía, al diario, al cine, a la antropología, a la filosofía. Cuando se argumenta aún que en la novela 'cabe todo' es que, efectivamente la novela se encuentra vacía. ¿Contar una historia? Todavía hay diversos novelistas que alardean de que su máxima pasión, su vocación sagrada, lo que de verdad les mueve es contar historias. Que se hagan guionistas. Si conserva algún sentido ejercer la episodiología es, din duda, el estilo; si tiene algún sentido escribir es producir algo que sólo se pueda decir por la escritura. Las historias las cuenta mucho mejor el cine, el vídeo, la televisión, los comics, incluso.
Los novelistas que siguen siendo novelistas ante todo 'para contar historias' persisten gracias a la gente que no tiene historia. Todos los demás, progresivos habitantes urbanos de biografía cambiante, de empleos nómadas, de residencias portátiles, de amores mutables, no irán necesitando el auxilio de esas páginas. O les proporcionan argumentos que ya conocen en vivo o reconocen que les están mintiendo con un género muerto. La literatura, antes y ahora, sólo se legitima en la escritura-escritura, pero antes la novela podía reemplazar informaciones inexistentes, aventuras irrealizables, amores ilícitos y visiones que la moral vedaba. Poco a poco, en los países más abiertos y dinámicos, la demanda de no ficción gana terreno, sin embargo, a la ficción, porque es la existencia de realidad de lo que cada vez carece más la cultura capitalista. Demanda pues de realidad, de criterios para dilucidar y no de falsas intrigas. Y también, claro está, demanda de literatura auténtica, sin trucos o enredos, para degustar la vida.
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