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Columna
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Museos y tabernas

Lo peor que ha podido ocurrirle al arte en todos estos siglos de avatares desde las cuevas de Altamira es la invención de los museos. Etiquetas, vitrinas, bedeles, tickets, detectores de metales, horarios de ingreso y desalojo son las armas con las que estas venerables instituciones cuentan para matar el encanto, que es lo primero que debe transmitir un objeto artístico y, decía Wilde, la única virtud sin las que todas las demás son inútiles. Con la excusa de preservar cuadros y esculturas del público y la maldad del ambiente, se los enclaustra en mausoleos apartados, a los que no todos y no siempre tienen acceso: como si el arte no fuese algo orgánico, vegetal, que precisa del contacto de sus amantes y del aire y de la clorofila para sobrevivir y seguir creciendo. A la rigidez mortuoria de los museos se opone la vida del bar, a la voz baja de las salas de exposiciones, las conversaciones frente a una copa: ¿se pueden encontrar una y otra en alguna parte, cabe de algún modo un compromiso entre seriedad y libertad, entre el placer del trato humano y el de la contemplación de cosas bellas, las dos metas de una vida satisfactoria según los poetas de Bloomsbury? Un sevillano de adopción así lo ha demostrado: desde hace más de 15 años, Peter Mair mantiene abierta cerca del Gran Poder, en Sevilla, la Galería Taberna Ánima, el imposible punto de cruce entre la estética y la hostelería. Se trata de un austriaco delgado, con dos pacíficos ojos azules que han viajado mucho, de Venezuela a Pakistán, y que parece no conceder importancia a su insustituible obra de caridad: acercar el arte a la calle y permitir que quien se dedica a él no sólo exponga en su casa.

Hasta el próximo día 15, entre una cerveza y un futbolín, los noctámbulos tienen oportunidad de aproximarse al trabajo de dos jóvenes pintores sevillanos que seguramente sólo seguirán entrando en los museos después de pagar las 500 pesetas reglamentarias. Luis Guardiola e Ida Romero, como antes fueron tantos otros y como tantos otros que les seguirán, llenan las paredes de la taberna de Peter de collages, recortes, desechos de colores, ensaladas de formas y motivos que nos hacen entender que el arte es todavía una fiesta, que fluctúa en esa frontera resbaladiza entre lo lúdico y lo sagrado y que, sobre todo, puede gozarse por el intermedio de un botellín y una conversación sobre meteorología. Las grandes revelaciones rehuyen las grandilocuencias, las sedes ostentosas, y prefieren la intimidad tibia de los pequeños garajes, de las mesas camilla. Una ciudad como la nuestra, entregada a los espejos, a la autoadulación y a la pereza cultural, que sólo ama la pintura que retrata vírgenes o crucifijos, no parece un lugar muy prometedor para el quijotismo de este centroeuropeo de aire soñador. Cuando se lo hago notar, él encoge los hombros y elude responder, como si la réplica resultase demasiado obvia: el espíritu sopla donde quiere. Todo esto ha convertido a Peter en un resistente, en el superviviente de una extraña raza, en el adalid del cosmopolitismo en un barrio que sólo conoce sus calles, y ha hecho de su local, la famosa Taberna Ánima, un museo de la vanguardia perpetua para que los artistas no mueran de sed: aunque museo no sea una palabra obsequiosa y seguramente un lugar tan acogedor como su local merezca otro sustantivo.

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