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Columna
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Piernas del Greco

Plagio, copia, superchería, falsedad parecen el cortejo de la creación artística. En los últimos tiempos, un vendaval de suspicacias zarandea los recintos de las musas, en especial los lienzos que cuelgan de los muros del Museo del Prado. No es nueva la sospecha, hoy difícil de sostener gracias a los irrebatibles recursos que certifican la edad de una tela, del polvo que fue pintura dúctil, los testimonios científicos, el rayo ultravioleta, los análisis terminantes que revelan hasta el imperceptible pulso del autor al sostener la paleta. En cierta ocasión, un necio español, huésped inmerecido en una casa inglesa, puso en duda que los cuadros que ilustraban sus paredes fueran de Velázquez. El anfitrión rehusó la polémica y revolvió en una gaveta para mostrar los resguardos: 'Yo, Diego de Velázquez, recibo 'tantas' guineas por un cuadro al óleo...', o parecida redacción. No hay mejor autenticidad cuando algo permanece en la misma mansión durante 300 años.

Tengo un curioso recuerdo personal que traslado a ustedes. Era en el verano de 1962 y en mi despacho de editor del semanario Sábado Gráfico recibí la llamada del corresponsal en Sevilla, el notable periodista Paco Amores. Había tomado contacto con un sastre de aquella ciudad, don Millán Delgado, que afirmaba haber descubierto un cuadro del Greco. Aficionado a la pintura antigua, adquirió un lienzo de confuso motivo religioso y pésimo estado de conservación. Con curiosidad de coleccionista intentó asearlo, revelándose otra pintura subyacente y, tras una esmerada limpieza, aparecieron unas piernas, parte inferior de una tela que por el trazo y tono podrían pertenecer al pintor cretense. Poco tardó en identificar el resto, que se encontraba en el Prado y figuraba en los catálogos especializados, dejando pocas dudas de que se tratara de dos trozos de la misma obra, quizás mutilada para colocar la parte superior en lugar adecuado. Con la tela sobrante, casi la mitad, algún pintamonas superpuso distinto tema.

El ilustrado alfayate lo proclamó jubiloso, pero no es España país que se alboroce con las buenas noticias. '¡Tráete al sastre y el cuadro! Lo enseñaremos en el Prado', fue mi propuesta irreflexiva. Con poca premeditación llamé al museo y, al no encontrar al director, anuncié la visita con un optimista '¡dígale usted que le llevamos un greco!' Con la preciosa carga, entramos por la puerta de Velázquez. El señor director acababa de llegar, y, al cabo de un tiempo, que se nos antojó largo, reclamamos ser recibidos.

El legítimo propósito del sastre de enajenar o no su tesoro nada tenía que ver con la intromisión periodística, como vehículos de un pequeño acontecimiento cultural, lo que suele ser infrecuente. Ante nuestro asombro e incredulidad, el ujier nos hizo saber que el señor director no quería ni estaba dispuesto a vernos, ni a nosotros ni al cuadro, y rogaba, antes de recurrir a otros medios, que abandonáramos el recinto llevándonos el lienzo, que ni siquiera fue aceptado en depósito para su inspección. Habíamos imaginado la febril urgencia con que iban a ser cotejadas las dos mitades para comprobar si eran partes de la misma unidad. ¡Nanay! Aquel señor, por otra parte, era un reputado personaje del mundillo, incluso prologuista de un fascículo de Noguer-Rizzoli sobre el Greco, donde aparece en color el 50% de la imagen mutilada del dichoso santo. Pero don Xavier de Salas supo reprimir la curiosidad, si la tuvo.

El cuadro volvió a Sevilla y pasaron 25 años y varios propietarios, hasta que, por orden ministerial del 20 de mayo de 1987, adquiere, al fin, el Prado las errabundas piernas, pagando por ellas a don José Osinalde Peñagaricano siete millones de pesetas. ¡Una ganga! Hoy, para sorpresa y admiración de los visitantes, aparecen entablilladas ambas mitades.

Parecería procedente una meticulosa restauración y las explicaciones en otro lugar, y no esa chapuza ortopédica, como si a un cojo, en lugar de una disimulada pierna de aluminio, se le hubiera plantado una pata de palo de pirata. Y así se muestra hoy la atormentada anatomía del valeroso soldado de las cohortes de Diocleciano. Durante 400 años, la imagen de San Sebastián durmió a pierna suelta. Sólo falta que algún especialista sajón, tudesco o yanqui, afirme que es falsa la zona superior, o la de abajo, o ambas. Otra historieta del museo de las maravillas.

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