Mausoleos y mohicanos
En las calles de Madrid cuelgan estos días unos carteles intrigantes e insistentes que proclaman a la ciudad como 'capital mundial del libro'. Sin embargo, en esas mismas calles no sólo no se ve a nadie leyendo, sino ni siquiera con libros en la mano. Hace mucho calor. Claro que, de repente, te topas con la Puerta de Alcalá completamente revestida de libros, envueltos estratégicamente en un plástico transparente que brilla al sol o con la lluvia, lo que le da un aspecto de dinosaurio marciano en exposición. ¡Oh!
En cuanto decoración mastodóntica de dudoso gusto, el monumento al libro plastificado instalado en el corazón del Madrid simbólico envía un mensaje contundente, de gran almacén: tenemos todos los libros del mundo, somos su mausoleo. Epatado, el visitante comprende enseguida que Madrid ha hecho del libro una rentable momia de exhibición comercial y patriótica. Muy actual, naturalmente. Ésta es la tendencia: libros como churros + libros como prestigio = negocio. Ésta es la oferta de la capital mundial del libro: leer viste -y desviste- al desnudo. Y escribir ya es cosa de vedettes y presidentas.
Claro que 'no es lo mismo Armani que El Corte Inglés'. La frívola frase es del editor Jorge Herralde, 'el último mohicano' de la alta costura literaria, que la escribe como diagnóstico de la situación actual del mundo del libro. Herralde -a quien sus amigos, hechos, como en mi caso, a golpe de años de descubrimientos fastuosos: desde Enzensberger a Débord, desde John Taylor a Beaudrillard, desde Vila-Matas a Nothomb, debemos algo más que un homenaje- acaba de escribir un libro: Opiniones mohicanas (El Acantilado), sobre lo que es hacer libros. Y la única sofisticación que se ha permitido el editor de Anagrama es publicarlo antes en México que en España (ahora, ampliado en textos y en un índice indiscreto por el cual la historia acabará juzgándole).
En esos textos, hechos con la sencillez del mohicano que sabe que su raza se extingue -igual que en la novela de Fenimore Cooper-, Herralde da la impresión de que para él editar ha sido coser, cantar y, además, divertirse como un enano; lo cual -la diversión- es rigurosamente cierto en la vida real de esta anomalía editorial, como se ha definido a sí mismo. Herralde se divierte en ese libro contando cómo se ha divertido editando, esto es: dando a conocer las tripas de la vida en formato de libro. Cosa que en aquella Barcelona 'portentosa, caldera fáustica y región predilecta de Venus', como la define el escritor Sergio Pitol -en estos tiempos de plagios aún ocultos hay que ser riguroso en las citas-, tuvo su aquel de coraje y desafío penalizado.
Como algunos de sus colegas editores y escritores de aquella época, Herralde llevó la censura con la inteligencia, la intuición y el realismo más brutal. Sin engañarse un ápice; porque el reto de un editor -como el del escritor- es contactar con ese público, y no con otro o con todos, como pretende el mausoleo de la Puerta de Alcalá en 'la capital mundial del libro'. Su tesón y su constancia, aunque sufrió lo suyo, lo lograron. Y hoy Herralde, barcelonés con swing, es también una anomalía, casi una rareza turística, en el oasis catalán. Una marca -de prestigio- de una forma de hacer a la que, querámoslo o no, engullirán el mausoleo y la grandeur. Todo lo cual es, sin duda, una bella metáfora barcelonesa más: lo pequeño no tiene por qué ser provinciano, mediocre o anacrónico. Ahora que filósofos e intelectuales como Michel Serres y Jorge Semprún se convierten en asesores de empresas, historias como las de este barcelonés resultan claramente revulsivas.
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