Nostalgia de Estado
Cuando las cosas van cambiando, siempre hay quien piensa que era mejor lo que ocurría antes. Es inevitable. La nostalgia es un sentimiento muy humano. Pero cuando la nostalgia nos lleva a confundir deseos con realidad, nos hace reaccionar de forma convulsiva y nos conduce a tomar decisiones poco sensatas, entonces la cosa se complica y podemos acabar en posiciones simplemente reaccionarias. Y ahí es donde empieza el riesgo, porque, como decía Roosevelt, nada hay más cercano a un reaccionario que un funámbulo caminando hacia atrás. Poco tiene que ver España con lo que era el país 20 años atrás. Y, por mucho que uno tenga la sensación de que algo decisivo se está perdiendo en plena fase de mundialización, no resulta aconsejable tratar de rehacer el sentimiento patrio desde una concepción del Estado que está superada por los acontecimientos externos y por dos decenios de pleno funcionamiento autonómico.
En cambio, si uno observa lo que al Gobierno y a la oposición mayoritaria parecen preocuparles, resulta que los elementos identitarios estarían en primera línea de sus agendas políticas. El debate parlamentario de estos días nos ilustra al respecto. Una de las poca aristas de un debate marcado por los ritmos diesel de sus protagonistas ha sido, a fin de cuentas, la propuesta cervantina. Proponer la celebración del cuarto centenario de El Quijote como símbolo de una hispanidad en entredicho parece más una forma de contraatacar en el terreno del adversario que una idea innovadora en el camino de otra forma de entender a España y su posible proyecto común. Porque lo cierto es que el Gobierno, a su manera, trabaja a fondo en recuperar el sentido patrio. Desde mi punto de vista, las políticas que se están siguiendo en los últimos tiempos desde distintos ministerios vienen todas marcadas por ese sello poco explícito, pero innegable, de la revisión centralizadora, aunque muchas veces se disfrace de 'coordinación'. En las políticas de inmigración la concentración de funciones en el Ministerio de Interior no sólo expresa una concepción excesivamente policial del tema, sino que además la hace pivotar en un marco en el que las competencias de comunidades autónomas y gobiernos locales son mucho menos claras que las que ocupan en el ámbito de las políticas laborales o sociales. En sanidad no cesa un ruido de fondo que nos habla de peligros de inequidad y centrifugación en el sistema sanitario, y que afirma que para evitarlos nada mejor que aprovechar las aún sólidas competencias de la administración central en seguridad social. En educación ocurre tres cuartos de lo mismo, y, aduciendo razones de gobernabilidad y homologación del sistema, se proponen reválidas, centros de excelencia en formación profesional decididos sólo desde la autoridad central o pruebas nacionales para el acceso a las plazas de profesor universitario como medida contra la endogamia.
Al margen de otros ejemplos, la cosa parece aún más nítida en el campo del discurso o de la retórica política. El invento del binomio constitucionalistas buenos y nacionalistas malos durante la pasada campaña electoral vasca marcó un punto de inflexión difícil de igualar. Y la tónica que se sigue es la de utilizar la Constitución como un escudo frente a todo aquello que no encaja en lo que uno piensa que debería ser España. ¿Realmente pretendemos constreñir el marco constitucional a una visión cerrada y rígida cuando precisamente el valor que todos le dimos al nuevo texto constitucional fue el de su capacidad de adaptación y de reconocimiento de la heterogeneidad? Por otro lado, uno nota que esos mismos tics se utilizan en una Europa que quiere aprender a vivir y a gobernarse desde una lógica de multiplicidad de niveles de gobierno. En esa Europa, España se mueve ahora desde la lógica de un socio sólo preocupado por como quedará en la foto o en saber cómo está lo suyo, y celoso de que las comunidades autónomas puedan tener su propia expresión en las instancias de la Unión.
Me gustaría ver indicios de una nueva manera de hacer política. De una nueva manera de entender la construcción de una hipotética España común desde la pluralidad y la aceptación de que en la realidad de las políticas públicas en España, pese a quien pese, predominan hoy la diversidad y la asimetría por encima de la homogeneidad y de la coherencia interna. Y no creo que se pueda ir hacia atrás de manera significativa por mucha mayoría absoluta que se tenga. La interacción entre los actores institucionales de cada política ha de basarse más en la codeterminación, en una relación no jerárquica, y en una capacidad de liderazgo estratégico, que no en una visión de recuperar el terreno perdido en base a controles coercitivos y uso de capacidades normativas e inspectoras. Lo importante es entender que la realidad política en un sistema como el español, plurinacional y de facto cuasi federal, obliga a aceptar la interdependencia entre actores que trabajan en red, 'condenados' a la continuidad de sus interrelaciones, y en unas coordenadas de acción que ya no admiten autoridades jerárquicas.
Por mucho que se añoren los tiempos en que las cosas eran más simples, no se avanzará buceando aquí y allá para recuperar trozos de estado y hacer relecturas propicias de la distribución de competencias para detener las supuestas vías de agua abiertas. Tampoco se conseguirá regenerar lo hispano desde un banco de buenas ideas a lo Cervantes. Más allá de los réditos electorales a corto plazo, pienso que quien quiera trabajar en la gobernación general y en la reconstrucción de un proyecto común, sólo podrá hacerlo sobre la base de generar consenso, crear valor añadido en la labor de intermediación, y aceptar la estructura asimétrica y plural hoy ya existente. Sin rencor, sin nostalgia.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.
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