_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

'¿Impasse?'

Tres nacionalismos marcan el paso en la gobernación de España: el español en Madrid, el vasco en Vitoria y el catalán en Barcelona. El socialismo domina en seis autonomías, aliado con nacionalismos o regionalismos en Andalucía, Baleares y Aragón, y en algunas grandes ciudades: Barcelona, A Coruña, Santiago, Sevilla, San Sebastián... El resto de autonomías y grandes municipios son gobernados por el Partido Popular o por los nacionalistas periféricos: Madrid, Málaga, Zaragoza, Bilbao, Valencia, Las Palmas...

Todo el país ha estado y está pendiente de Euskadi. La situación allí es más esperanzadora. Veremos.

Se acercan las elecciones gallegas para el 7 o el 21 de octubre de este año y luego ya nada hasta las locales, autonómicas y europeas de mayo de 2003. Seguidamente, en octubre del mismo año llegarán las elecciones catalanas y, finalmente, las elecciones generales en marzo de 2004. No se prevén grandes adelantos en esas convocatorias, excepto el posible adelanto de las catalanas si Aznar se cansa de Pujol o simplemente si prefiere distanciar las elecciones catalanas de las españolas. Pero también es posible que la extraña alianza del nacionalismo español y el catalán se consolide hasta el final para evitar riesgos mayores. Un resultado adverso para ambos en Cataluña podría dar la señal de partida de un cambio general de escenario. Quizás el cambio de viento se produzca ya en Galicia en otoño. Veremos.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Entretanto, a partir del 1 de enero España presidirá la Unión Europea. Barcelona, hacia el mes de marzo, será el escenario de una cumbre significativa en la que se repasará el legado económico-social de la cumbre de Lisboa. Piqué, al que no deseo más problemas que los derivados del cargo, podrá compararse entonces con el Solana de la Conferencia Euromediterránea, cuyo éxito le proyectó primero a la OTAN y luego al quasi-Ministerio de Exteriores y Defensa de la Unión Europea.

En este contexto, España deberá comprobar la resistencia del mensaje popular y la solidez del nuevo lenguaje socialista.

El mensaje popular ha basado su éxito en España en la contundencia (a pesar de la ineficacia) de la respuesta política al terrorismo, y en las emociones levantadas por la casi repentina comprobación de que somos un país llamado a ser destino de importantes contingentes de inmigrantes extracomunitarios. La fijación vasca de los españoles y el drama de El Ejido, con efectos muy fuertes a principios del año 2000, fueron decisivos en las elecciones de marzo de aquel año.

El mensaje socialista ha conseguido una resurrección espectacular, de la mano de José Luis Rodríguez Zapatero, de menos de un año para acá. El buque no se había hundido, sólo se había sumergido. Las cosas están más equilibradas. La España del barullo está pasando a ser la del PP; la de Zapatero es clara como un vaso de agua. Y hablando de agua, la posición socialista es la que más corresponde a lo que Joaquín Costa diría hoy. Costa y Cañete no acaban de ligar. Hoy Europa hace las cosas de otro modo y entiende mejor a Zapatero que a Aznar. La España de la confianza se entiende mejor con la Alemania de la lealtad federal que la secular España desconfiada y temerosa de sus propios demonios que Aznar representa a la perfección.

¿Cómo siguen todas aquellas emociones ahora?

La inmigración extracomunitaria ha enviado una señal a nuestros inmigrantes interiores de los años sesenta en el sentido de que sus conquistas son precarias, más precarias de lo que creían. Los barrios de la antigua inmigración son el escenario hoy de la llegada de los extracomunitarios. Y de improviso todo un pasado de sufrimientos se ha hecho presente. La derecha ha comprendido, tanto desde el nacionalismo español como desde el catalán, que ahí tiene una baza, y ha extremado en algunos momentos (Ley de Extranjería, declaraciones xenófobas en Cataluña) sus posiciones de rechazo a la novedad.

Lo que es más grave: la buena voluntad y los indudables efectos positivos de la reforma educativa han sido desbordados por la realidad. La autoridad del maestro y del profesor es frágil ante una juventud que es más adulta más pronto y a la que se alarga la presunta juventud en una enseñanza secundaria que muchos chicos y chicas no desean. A ello se añade la inadecuación -real o imaginaria- de las enseñanzas profesionales y las dificultades materiales propias de toda reforma.

Ahí la nueva inmigración ha añadido factores de complejidad. Y la dualidad escuela pública/escuela privada consolida el callejón sin salida. La escuela tiende a dividirse en dos: la de los problemas y la de las soluciones, la que tiene problemas en las aulas y la que no, la que tiene inmigrantes y la que no, la que tiene circuitos desde la guardería a la Universidad y la que no.

Inseguridad es la palabra para describir esa situación. Lo que parecía ganado ya no es tan seguro. La tranquilidad y mejora de los barrios, y la educación de los hijos, que parecían garantizadas hace 10 o 15 años, y que eran la razón vital de varias generaciones de españoles, ya no son tan evidentes. Barrios dignos y escuelas dignas son hoy la preocupación de muchos ciudadanos.

Sin embargo, la clase media ha crecido de forma espectacular. (Y convive, con algo menos de ansiedad, con esa nueva incertidumbre). Los socialistas no nos dimos cuenta de ese crecimiento hasta que ya era demasiado tarde. El socialismo 'murió de éxito' en el sentido de que no entendió que el éxito de las políticas adoptadas, y evidentemente el éxito de la economía europea, habían ayudado a crear un nuevo público, deseoso de más libertad, y de menos impuestos, o en todo caso de un Gobierno más ligero y más próximo, más amigo y más cómplice del ciudadano.

Las ciudades pasaron masivamente a votar a la derecha. ¡Las ciudades! que habían sido el bastión de la izquierda. (Sólo en Cataluña y Galicia, y en San Sebastián, se salvaron los muebles en 1995).

Ahora mismo, la inseguridad en la calle, y el hastío que produce la violencia y que multiplican los accidentes y las catástrofes que nos visitan a diario en televisión, radio y prensa, afectan a unos y otros, trabajadores y clases medias. Ahí la derecha tiene otra baza. En tiempos de inseguridad, no hacer mudanza, diría hoy el dicho.

Curiosamente la inseguridad en la calle es uno de los mayores fracasos de nuestros gobiernos conservadores y nacionalistas. El alcalde de Barcelona, Joan Clos, no se cansa de denunciarlo. Y lleva razón. La Ley de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad señala que ésta es competencia del Estado y de las autonomías que la tengan transferida. La policía local es sólo coadyuvante en la medida en que sea requerida para ello.

En el caso de Cataluña, nadie quiere ser el responsable: la policía nacional, como va siendo sustituida por la autonómica, no cubre vacantes; la autonómica todavía no ha llegado del todo, y la local está cansada de pagar el pato que la proximidad a la gente le obliga a no eludir, cosa que los alcaldes reflejan con indignación.

La alcaldesa de Santa Coloma de Gramanet me decía hace poco que en vez de los 130 policías nacionales que corresponden al tamaño de su ciudad, tiene sólo 85.

En realidad, como reflejaba hace poco un reportaje en Abc, la policía considera que jueces y fiscales no dan abasto, y que en consecuencia el trabajo policial es inútil. El porcentaje de autos de prisión provisional sobre detenciones es irrisorio, según la policía de Madrid. La multirreincidencia no se castiga y ello perjudica la moral de policías y ciudadanos. Esa es otra de las emociones o sentimientos extendidos por todo el país. Y es una sensación compartida que va a hacer aún más difícil la aceptación de los nuevos inmigrantes extracomunitarios en nuestras ciudades.

La manía ibérica por la lejanía y lentitud de la justicia como prueba de ecuanimidad está llevando a la desmoralización ciudadana. La justicia local duerme el sueño de los justos en un cajón del Congreso de los Diputados, encerrada en dos leyes que nunca se aprobarán: la Carta Municipal de Barcelona (¡sólo faltaría: qué se han creído éstos de Barcelona!) y la Ley de Grandes Ciudades que hizo el secretario de Estado del PP, Francisco Camps, y que decayó al finalizar la legislatura pasada (¡y la había hecho para extender los beneficios de la justicia local y otras innovaciones legales de la Carta a todas las grandes ciudades!).

Finalmente, el terrorismo, que ha perdido las elecciones vascas tanto o más que el nacionalismo español, va a apretar fuerte para no quedar definitivamente vencido. Su única esperanza es que sus ataques levanten de nuevo tal aversión por Euskadi en el resto de España que se vuelva a abrir la fisura nacionalista en el campo de los demócratas: abertzales en un lado y españolistas en el otro. Lo han dicho el otro día en Gara.

Nuestra esperanza es que los terroristas, de tanto apretar se caigan, como ocurrió en Barcelona en 1992, antes de los Juegos Olímpicos, y que los demócratas vascos de toda condición se unan, empezando, como propone Gemma Zabaleta, la secretaria de política institucional del PSE, por los ayuntamientos y las escuelas, que es donde se fragua (o se pierde) la confianza entre unos demócratas y otros. La falta de auténtica sensibilidad, compañía y deferencia de algunos (si no muchos) ayuntamientos nacionalistas vascos con los concejales vascos populares y socialistas amenazados ha sido para mí uno de los espectáculos más inmorales de estos últimos años.

Éstas son las emociones dominantes hoy, y probablemente lo serán aún por un tiempo. ¿Impasse? No necesariamente.

Hay factores paralizantes, como las alianzas contra natura que he mencionado al principio. Ahora el Gobierno popular presentará un acuerdo sobre la financiación autonómica en que se arreglarán los entuertos del pasado (¿y qué van a decir las autonomías si precisamente están maniatadas por las deudas de ese pasado?), pero no se solventarán los problemas del futuro: la distancia entre los resultados del régimen foral y el común, que ya vienen de Franco, en el caso de Álava y Navarra; la lejanía de la financiación local respecto a la que debería ser; la arbitrariedad de la inversión estatal directa; el miedo a la transparencia de las balanzas fiscales, que en la RFA son aireadas sin rubor y aquí producen terror; y la falta de definición de un criterio de equidad a largo plazo basado en el pago por renta y el cobro por población, corregida ésta por una serie de factores razonables.

Tendremos cesto de impuestos indirectos y especiales, poco dinero adicional (no está el horno para bollos), flexibilidad de tipos impositivos... y una falta total de coraje para enfrentarse con la solución del problema financiero del sector público a tres niveles que montó la Constitución y desarrollaron los Estatutos. Los tres nacionalismos que mandan, por la propia definición de nacionalismo, no se pondrán de acuerdo más que en la asunción repartida de los errores del pasado, errores que, además, negarán como San Pedro, tres veces si es preciso.

La verdad es que el Estado, en los últimos cuatro años, ha crecido más que el producto nacional bruto y, por tanto, más que las autonomías. La devolución de recursos hacia la proximidad y la sociedad ha sido inversa, de abajo arriba. Por primera vez en los últimos 22 años.

Pero la vía de la evolución política de este país está marcada.

- La reforma del Senado, empezando por la activación de la Comisión General de Autonomías y del preceptivo debate autonómico en sesión plenaria (no se entiende cómo Aznar, que tiene por virtud el cumplimiento de lo que está mandado, incumple en eso).

- La apropiación y protección de las lenguas y las señas estatutarias (que son constitucionales) por parte del Estado, en todas sus instituciones y símbolos, desde el euro hasta las matrículas -algo que han pedido todos los partidos menos el PP-, y la lealtad consiguiente de Cataluña y las demás nacionalidades históricas para con los símbolos de España.

- La presencia de las autonomías en Europa, de acuerdo con los Tratados, en aquellas materias en que tienen competencia exclusiva y capacidad legislativa -lo que obliga a una previa formación de la voluntad estatal en el Senado y una lealtad horizontal entre las autonomías, pues ni las 17 autonomías españolas ni menos las 300 regiones europeas caben en los Consejos de Ministros de la Unión-.

- Finalmente, y casi más importante, la traducción de esos principios políticos en una real franqueza entre españoles de distintos pueblos ('los pueblos de España' de los que habla la Constitución).

- Y la traducción de todo ello en una auténtica mejora de la vida civil, de la vida en nuestras ciudades y pueblos, con una imposición fiscal menos complicada y onerosa, con seguridad, justicia local y enseñanza local -según el modelo anglosajón-, con colaboración entre la enseñanza pública y la privada, y con devolución de competencias a los territorios y a los ayuntamientos.

A 1 de enero de 2002, como tarde, habrá que ponerse a trabajar en todo ello. El impasse, el callejón sin salida, no es tal. Hay una valla, pero no un muro. Al otro lado de la valla, la España plural y viva; de este lado, la peleada, asustada y dividida.

Pasqual Maragall es presidente del PSC.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_