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DEBATE SOBRE EL ESTADO DE LA NACIÓN
Columna
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Los cartagineses

Los denominados debates sobre el estado de la nación fueron diseñados en 1983 por los socialistas no sólo para oficializar a Manuel Fraga como líder perpetuo de la oposición sino también para ofrecer a Felipe González una tribuna parlamentaria anual televisada. El formato y las reglas procesales de esos plenos se hallan siempre al servicio del presidente del Gobierno, quienquiera que sea su titular: si González disfrutó de esas ventajas durante doce años, desde 1997 el beneficiado es Aznar. Por lo pronto, el Ejecutivo fija el orden del día y establece las cuestiones sometidas a discusión: la comunicación previa enviada al Congreso singularizaba esta vez como ejes del debate la lucha antiterrorista, la financiación autonómica, la creación de empleo, la reforma de la Justicia y la presidencia española de la UE durante el primer semestre del año 2002. De añadidura, el presidente del Gobierno dispone de tiempo ilimitado para sus intervenciones, toma la palabra cuando lo considera oportuno y cierra el debate y los intercambios verbales con los restantes participantes, resignados a recibir demasiadas veces la callada por respuesta.

La apertura con blancas de la partida reduce los riesgos del presidente del Gobierno, rara vez expuesto a recibir un jaque: ni siquiera Felipe González salió derrotado en los encarnizados plenarios de su última legislatura. Tampoco el líder de la oposición está condenado a romperse necesariamente la crisma en el hemiciclo: sólo la mandíbula de cristal de Borrell y la infundada esperanza de los socialistas en su puño de hierro provocaron el naufragio del recién elegido candidato del PSOE en 1998. A diferencia de los debates sobre el estado de la nación, las mociones de censura contra el presidente del Gobierno, en cambio, son como una partida ruleta capaz de enriquecer o de arruinar a los jugadores: si Felipe González se ganó los galones en 1980 frente a Suárez, Antonio Hernández Mancha perdió hasta la camisa al repetir siete años después el experimento, y Aznar prefirió escurrir el bulto en 1995.

Sin menospreciar a los restantes actores del reparto, los papeles estelares del debate sobre el estado de la nación corresponden al presidente del Gobierno y al líder del partido de la oposición que aspira a ocupar su puesto en las siguientes elecciones. En su intervención matutina, Aznar estuvo tan sensato, pulcro y discreto como un respetable empresario que rinde cuentas a los accionistas en una Junta General: el presidente del Gobierno proyectó los focos sobre las partidas más saneadas del balance, dejó en la penumbra o maquilló laz zonas menos tranquilizadoras y omitió los errores cometidos (el daño emergente) y las oportunidades desaprovechadas (el lucro cesante) en el negocio. Sólo hizo sangre con la propuesta socialista de simplificar las tarifas de la renta, provocando así los primeros aplausos de los diputados del PP; sus comentarios sobre la inmigración fueron un ejemplo del 'doble efecto social de la ley inaplicada' teorizada en su día por un jurista italiano: la satisfacción del grupo parlamentario del PP al aprobarla y del Gobierno de Aznar al incumplirla.

El estreno de Zapatero en el debate sobre el estado de la nación se vio acompañado por el éxito: sin caer en la trampa o en la tentación de replicar párrafo a párrafo el cansino rosario presidencial de cifras y de proyectos de leyes, el secretario general del PSOE apuntó las grandes líneas de su propio programa. En las réplicas, el presidente del Gobierno intentó llevar a Zapatero a los terrenos donde los trabajos preparatorios del debate y el monopolio del banco de datos de la Administración le daban ventaja; como el alumno del chiste escolar empecinado en sacar del bombo del examen la bola sobre la historia de los cartagineses, Aznar mencionó una y otra vez los temas que mejor llevaba preparados para obligar al secretario general del PSOE a entrar al trapo y poder lucir su dominio de la letra pequeña. Por lo demás, el duelo retórico de réplicas y contrarréplicas entre los dos oradores respetó -a diferencia de lo que solía ocurrir en el hemiciclo en la década de los noventa- las deseables reglas de cortesía y juego limpio: una pérfida alusión al ministro Piqué de Zapatero y las salidas de pie de banco y las contestaciones bordes con que Aznar suele obsequiar últimamente a sus adversarios fueron las únicas excepciones a la regla.

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