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Columna
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Azotaina

¡Cualquiera se aventura a recomendar fórmulas educativas para las nuevas generaciones! Según leemos de vez en cuando, el oficio de maestro de escuela y de profesor de instituto o de universidad pronto se homologará con el de piloto de fórmula uno, periodista entre los talibán o artificiero de la Guardia Civil. En algunos lugares de España son despreciados y agredidos por alumnos apenas adolescentes que, así, se forjan una imagen respetada y envidiada por sus compañeros. Incluso produce irreprimible orgullo entre algunos padres.

De mi lejanísima niñez apenas recuerdo algún reglazo en la palma de la mano. Ya era leyenda negra el correctivo de arrodillar al educando sobre garbanzos o mantenerlo en tal compostura, los brazos en cruz cargados de libros. Cuando el río sonaba, cerca anduvo el agua. No creo que hubiera límites definidos, un antes y un después de la proclamación de la Segunda República -mi referencia del tránsito de la niñez-, sino que esas cosas se producen inexorablemente, y colaboraba el fatigado ocaso de la enseñanza religiosa. También se acabaron los autos de fe en la plaza Mayor y el -cada vez más raro- espectáculo del réprobo aullando en la pira.

No alcancé, quizá por poco, la época de los castigos corporales en los colegios, pero recuerdo, incluso con ternura, sí señor, las dos o tres palizas propinadas por mi padre, hombre ecuánime a quien mis transgresiones del orden doméstico establecido lograban sacarle de sí cuando los hechos llegaban a su conocimiento. Ni una sola vez de las que midió mis culpables lomos fue injusta, ni siquiera proporcionada a la tropelía. Experiencia que me confiere cierta autoridad en la materia.

Los niños y jóvenes contemporáneos, en cantidad al parecer preocupante, no es que hayan perdido los modales, ni el mínimo respeto hacia sus mayores y los encargados de imbuirles los conocimientos que la Constitución previene como obligatorios, sino que no hay quien se ocupe de esa tarea, antes doméstica. Quizá porque, sin darnos cuenta, han pasado dos o tres generaciones durante las cuales los viejos preceptos se evaporaron y nadie supo cómo había sido. Corrió la voz sin dueño de que las normas, las reglas de educación, dejaron de tener vigencia, y las madres ya no enseñaban a sus hijos a lavarse las manos, los dientes y el resto, incluso a respetar al maestro, al sacerdote y al guardia urbano. Que una vez crecidos encuentren motivos para detestar a esos pilares de la sociedad es otro asunto.

La proscripción del sombrero fue un severo golpe para el antiguo régimen, que concluyó con la Guerra Europea. No sólo resguardaba del catarro y de la insolación, sino que servía para quitárselo en gesto de saludo. Hoy, salvo Vladímir Putin, y no siempre, algún viejo colega del KGB, las indias bolivianas y los patriarcas gitanos, nadie lleva sombrero, sobre lo que resulta inútil lamentarse. Si los maestros, profesores y adultos en general volvieran a usar esa prenda sería por razones de protección del cráneo ante un previsible cascotazo durante el recreo.

He albergado durante unos pocos días a una nieta y su hijo de tres años, un encantador vándalo que, con sorprendente capacidad de discernimiento, encontró, entre los restos de una colección de caballitos en miniatura, el único de loza o pasta que no fue precavidamente puesto a salvo y ahora tiene una pata de menos.

Por razones o impulsos desconocidos, la emprendió a puñadas con el vientre de su madre y, al interponerme, intentó dedicarse a mis tobillos. Le agarré por los tirantes para administrarle un par de azotes en el trasero, ante la mirada aquiescente de la madre que, quizá, no se atreve a hacerlo por sí misma. Percibí un brillo de sorpresa en sus grandes y oscuros ojos, atónitos por la insólita agresión de un adulto, cuando estaba ganando fama de chico duro en la guardería.

Qué quieren que les diga; no garantizo que el leve correctivo le haya servido de gran cosa a mi diminuto pariente, pero confieso que disfruté con las dos nalgadas y la sensación de impunidad reivindicativa, que tan cara debió ser para nuestros antepasados. Un azote a tiempo puede que carezca de beneficios educativos, pero tranquiliza a muchos padres, tutores y pedagogos en general.

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