Brillante inauguración con Falla
El Palacio de Carlos V, a patio lleno, echó a caminar su 50º Festival Internacional, probablemente nuestra manifestación artística de música y danza más prestigiosa en el mundo. Cuáles pueden ser los secretos que justifican tan positiva realidad es cosa muy explicable: se llaman continuidad, fidelidad e innovación, justamente dosificados; exigencia en los organizadores y en el público, y ese misterio granadino consistente en mezclar universalidad y localismo, amor por las grandes empresas y arraigo cariñoso por las pequeñas cosas y los grandes nombres amigos. En los quioscos, el excelente suplemento del diario Ideal y en los escaparates de las librerías nuevos libros y biografías sobre Barrios y Ruiz Aznar biografiados por Manuel Orozco y Juan Alfonso García, junto a las de otros personajes más o menos recientes y siempre legendarios: Melchor Almagro, Ángel Ganivet, Gallego y Burín y sin cesar, una y otra vez, Falla y García Lorca.
El festival quizá forme parte de esa mitología aun cuando su último y excelente director durante los últimos ocho años, Alfredo Aracil, sea por naturaleza más razonable que mitómano y prefiera aplicar sus fantasías a realidades dominadas por la lógica. Por ejemplo: la inauguración del festival 'bodas de oro' con el mismo programa que abrió la primera edición, esto es, un todo Falla en manos de la Orquesta Nacional dirigida por quien ejerció su más larga titularidad: el burgalés Rafael Frühbeck de Burgos.
Este Falla mágico de El amor brujo, La vida breve, Los nocturnos y El sombrero de tres picos es sustancialmente granadino por la inspiración, la temática, la geografía y el sentimiento general. No creo que exista, ni es fácil que se repita, una transmigración al sinfonismo del célebre zorongo gitano como la del tercer Nocturno, con las repetidas coplas jondas enraizadas en Juan Breva o un ensimismamiento granadino comparable al Nocturno del Generalife. Sobre toda la obra se alza el talante evocador que inmortalizó Albéniz en Iberia y el modernismo discreto de un Rusiñol que parece reverdecer en la versión ensoñadora y lejanamente romántica de un pianista catalán tan refinado y sensible como es Josep María Colom.
Quizá chocó en este concierto inaugural la España inmaterial de los Nocturnos con el realismo un poco acre de la cantaora Esperanza Fernández en El amor brujo, tan lejano de la culturización para folclorística de Manuel de Falla y perfectamente asumido, hace medio siglo, por la irrepetible Ana María Iriarte. En cuanto a Frühbeck, mensajero permanente de Falla en el mundo, sus interpretaciones son cada vez más honda y serenas, mejor cantadas, contadas, aireadas y ricas de esos silencios que son música misma, como vio con tino el filósofo García Morente en uno de sus penetrantes ensayos. Disiento de la 'recuperación' del romance del pescador de Martínez Sierra sobre la maravillosa esencialidad de una música en la que Falla vuelve la mirada por vez primera al lejano legado de Francisco Salinas. Mi disención es doble por cuanto manda la veracidad artística y la fidelidad a la herencia de don Manuel, quien prescindió de casi todos los textos de la primitiva gitanería escrita para Pastora Imperio, pero sobre la que el compositor, al crear el ballet definitivo de El amor brujo, escribe a su protagonista, Antonia Mercé: 'Usted y El amor brujo son una misma cosa'.
Espléndida la introducción y danza de La vida breve que hoy aborda Frühbeck adivinando la intención fallesca que juntaba 'pura raza' y espíritu 'casi de cuarteto'. Ante las ovaciones, el maestro y la Nacional ofrecieron la versión orquestal de Granada, la dolida serenata de Albéniz, y lo hicieron tal y como es, una deliciosa imagen de un españolismo todavía de salón o, si se quiere, de salón granadino -doradas cornucopias, mobiliario isabelino y, afuera, lejanías geográficas y perspectivas acústicas-. En el entreacto, el director Aracil impuso al maestro Frühbeck la medalla del festival por su larga historia y profunda fidelidad a la ciudad, su música y sus gentes.
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