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Columna
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La huerta

Miguel Ángel Villena

Uno de mis tíos paternos se casó con una vecina del camino de Algirós, allá por los años de la posguerra. La familia de la novia se mostraba muy satisfecha de que se uniera en matrimonio a un señorito de la capital. De este modo, confiaban en que ella perdiera los usos y costumbres de la huerta y en que aprendiera a hablar un castellano fino. Paradojas de la vida, mi tío Ricardo terminó por hablar valenciano. Concentrados en un mismo espacio, la ciudad y su entorno agrícola han vivido separados por un abismo. Todavía algunos viejos huertanos hablan de subir a Valencia a comprar. Porque, a pesar de haber sido hasta fechas cercanas una capital agrícola y comercial, -o quizá precisamente por ello- muchos valencianos del cap i casal han dado la espalda a unos labradores que veían como tipos gritones y malolientes. Sin ir más lejos, varias novelas de Blasco Ibañez retratan magistralmente esos contrastes entre la capital y la huerta.

Tras siglos de explotación de sus alrededores, después de convertir la huerta en un estereotipo para postales, fiestas folclóricas y juegos florales, las autoridades decidieron que los nuevos tiempos industriales imponían sustituir los campos de legumbres por fábricas químicas y bloques de edificios en forma de colmenas. Sin apenas resistencia y con la impunidad que otorga cualquier dictadura, la huerta fue casi borrada del mapa, quedó reducida a una imagen para consumo de los forasteros. Pocos agricultores se opusieron entonces, todo hay que decirlo, al empuje de la especulación y del dinero fácil conseguido con las recalificaciones urbanísticas. Pero ahora, en el año 2001, ya está en juego la pura supervivencia de la huerta. Y aunque no deja de resultar curioso que haya sido un grupo de profesionales y de universitarios -de urbanitas en definitiva- el promotor de la iniciativa, la proposición de ley reguladora de la huerta de Valencia resucita al fin a una dormida sociedad civil. Miles de personas saldrán hoy a la calle para impedir que la huerta se convierta en un recuerdo, en una foto sepia en los restaurantes para turistas.

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