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A PIE DE OBRA
Columna
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Berlanga sin acidez

Marcos Ordóñez

- 1. 'Gozarás mucho más / por detrás'. Como todos los espectáculos de La Cubana, Una nit d'òpera parte de una idea sensacional. Llegas al Tívoli, te encaminas a la entrada principal, y un grupo de esforzados / as catequistas de la benemérita sociedad Òpera a l'abast te conducen hasta una puerta lateral tratándote (conceptualmente) a baqueta. Entramos todos, en fila de a uno, con la cara feliz de la sorpresa inminente, por un pasillo catacúmbico de ladrillo visto que conduce a la parte trasera del escenario, donde están acabando de levantar los colosales decorados (palmeras, esfinges, pirámides) de Aida.

En pocos minutos, los guías de la sociedad operística nos explican de qué irá la cosa. La ópera, como todo el mundo sabe, es para la élite. Para la élite que paga y para la élite que entiende, así que vamos a ver Aida por detrás, por los telares, sentados en una sala de ensayos: la platea del Tívoli (no se asusten), reformada, redecorada. '¿O es que esperaban ustedes ver una ópera por 2.000 miserables pesetas?', nos dicen. Acto seguido, comienza un cursillo iniciático: un dibujo animado de Verdi nos resume la historia del género, una de las catequistas nos explica el argumento de Aida ('es en italiano') para que no nos perdamos, otra nos indica la manera correcta de sentarse, de aplaudir, de comentar en los entreactos... Han pasado 10 minutos y ya estoy en la gloria. En Berlangalandia, concretamente. Personajes berlanguianos y, sobre todo, actores berlanguianos, los grandes cómicos de La Cubana, ya en su tercera o cuarta generación. Las señoronas de Òpera a l'abast (Esther Soto, Neus Sanz, Meritxell Huertas, Mónica Pérez); Papitu (soberbio Xavier Tena), el viejo utilero; Toribio (David Nadie; buen nombre), el maquinista a punto de jubilarse; el señor Pujol (Domingo Calvo), presidente de la Associació de Pampanistes (fans fatales de la diva Renata Pampanini); Dora (Meritxell Huertas), la ex soprano americana felizmente refugiada en el coro... todos tienen el perfil y el talento actoral sobrado para montarnos una especie de Plácido en la ópera.

La Cubana es lo más parecido que tenemos, en teatro, al cine de Berlanga: el gusto por los secundarios memorables, el afinadísimo oído para los ritmos y las réplicas fulgurantes del lenguaje popular, los acrobáticos planos secuencia. Pero, lástima grande, sin la acidez, sin la ferocidad del superácrata valenciano.

Una nit d'òpera está llena de ideas felices y grandes momentos, lastrados por reiteraciones, por pasajes explicativos, por caídas de ritmo y vacíos de guión y, en última instancia (peligro, peligro), por un exceso de azúcar. Dado el historial de La Cubana, cabía esperar algo más que unos cuantos puyazos al Fòrum 2004, la carestía de las entradas del Liceo y los aires de grandeza de los directores divinos: baste recordar la redondez, como personaje, del director almodovariano de Cegada de amor y compararlo con el escaso vuelo del visto y no visto Mario Pascual (David Ramírez), un regista argentino a lo Alfredo Arias. Perspicacia en el trazo y corto relieve, esa sería la cosa; quizá debida a que los actores, en un tour de force superior, también hay que decirlo, al de Cegada, se ven obligados a dar vida a media docena de personajes cada uno, y hay poca carne y poco tiempo para tantos.

- 2. Café para todos. En Una nit d'òpera funcionan de maravilla el juego de las tramoyas, las perspectivas trucadas, la gradación de desastres. A la manera de Pel devant i pel darrera (Noises off), de Michael Frayn, referencia inevitable, vemos en unas grandes pantallas de vídeo el suntuoso montaje de Aida (el que están presenciando, en el tendido de sombra, los que han pagado 20.000 pesetas por su entrada), y gozamos del sádico placer de descubrir, a un palmo de nuestras narices, las poleas que se atascan, las peleas de las divas, todos los tropiezos que, una y otra vez, amenazan con convertir la función en una catástrofe, salvada in extremis por los sin nombre, los técnicos y operarios (maquilladoras, utileros, maquinistas) que se encargan de que, noche a noche, el barco llegue a buen puerto.

Hay un gran cariño por esas casi anónimas gentes del teatro, pero el mensaje, que acabo de resumir en cuatro líneas, se nos repite tantas veces que acaba por resultar empalagoso. Por lo general, sobra palabra.

Una escena tan redonda (y, de nuevo, tan berlanguiana) como la de los utileros sosteniendo a pulso el peso de Violeta Santesmases (Esther Soto), la diva catalana, durante su baño como Amneris hace innecesarias las explicaciones posteriores acerca de 'todo lo que tienen que aguantar' a diario. Del mismo modo, otra escena suculenta -la pelea en el escenario entre la Santesmases y la Pampanini- pierde punch por el subrayado de Esperança, la peluquera (Olga Fibla), empeñada, por exigencias del guión, en narrarnos lo que estamos viendo -'¿os dais cuenta? ¡Acaba de pisarle una lentilla!'- como si fuéramos tontos.

Sobra también, a mi juicio, el larguísimo monólogo de Dora, la ex soprano americana, y la previsible conversión del público en figurantes de Aida, casi un calco del paseo de los nazarenos de Cegada de amor: resulta muchísimo más eficaz, por inesperada, la sustitución (que no contaré aquí) del tenor que se ha roto un pie.

En resumidas cuentas: para que Una nit d'òpera sea un trueno, el trueno que merece ser, necesita, pienso, una mano de tijera (que la tendrá, seguro: La Cubana sabe, como nadie, detectar las reacciones del público) y una reducción de azúcar. En cierto modo, el espectáculo acaba haciendo pensar (peligro, peligro) en una metáfora de la evolución del grupo: empieza con la mala leche de la antigua Cubana y acaba en un café para todos no apto para diabéticos, una ilustración un tanto sonrojante del lema qué bonita es la ópera, que, curiosamente, y por el formato utilizado, de lo que da ganas es de correr a ver una buena revista, más La corte del Faraón que Aida.

Bien está el amor por el oficio, el buen rollete y la pasión por el género, pero yo echo a faltar el mordiente, desgarrado, tragicómico, de los espectáculos anteriores de La Cubana. Y un momento, un solo momento, de poesía como la inolvidable eucaristía de mortadela de Cómeme el coco, negro.

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