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Columna
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Peoras

Cuentan que cierto escritor contemporáneo, madrileño y huraño, cuando abordaba obras en su casa solía comentar que iba a hacer unas 'peoras', sarcástica reflexión que uno cree ver ahora en labios del alcalde de Madrid cuando se levanta por la mañana.

-A ver qué peoras podemos acometer hoy -musita entre dientes este aprendiz de Maquiavelo, al que, hasta hace no mucho tiempo, este cronista cometió el error de considerar como un personaje torpe y simple que hacía las peores maldades sin mala intención, como un niño que veía en la ciudad de Madrid un gigantesco rompecabezas con el que jugar todos los días desde su despacho.

-Ahora meto la tuneladora por aquí, Broooummmm, broummmmh, ahora pongo este monigote allí y allá suelto veinte mil bolardos, y ya verás qué bonito me va a quedar todo. -Uno pensaba que el alcalde José María, en el fondo de su corazón infantil, inocente y piadoso, creía en lo que estaba haciendo, imaginaba que Madrid iba a quedar mucho mejor apañado después de su arrasador paso por la alcaldía. El cronista ha cambiado de idea. Hay una intención malvada detrás de todo esto, hay premeditación y alevosía. El cambio se venía larvando en su interior y creciendo al compás del colosal crecimiento de nuevas y nuevas 'peoras' que vienen a sumarse a las 'peoras' siempre inconclusas: hay grandes 'peoras' que llaman más la atención porque afectan a grandes arterias o céntricas avenidas, a plazas y calles de mucho tránsito, pero son muchas más, innumerables, incontables como los granos de arena del desierto o las gotas de agua del océano, las pequeñas 'peoras' de todos los días en calles pequeñas, en esquinas sin importancia.

En el subsuelo de Madrid hay un tesoro que buscan afanosamente brigadas y brigadas de cavadores, pero el tesoro está en el rendimiento de las propias excavaciones para las empresas que excavan y tapan y vuelven a excavar, sus contratistas y sus comisionistas.

El cronista se convenció definitivamente de la intrínseca perversidad que anida bajo el rostro beatífico de Álvarez del Manzano al pasar el otro día por la antigua calle del Turco, en la que mataron a Prim antes de ponerle su nombre a la calle. Hoy la calle de Prim, en su confluencia con la del Barquillo, sigue cobrándose sus víctimas mediante una trama de obstáculos digna de una pista americana, una colección de trampas: zanjas, alambradas y escombros, cráteres abiertos y costurones de asfalto. Una instalación que contemplan con cierta envidia los militares del Cuartel General del Ejército allí ubicado y que no miran de ninguna manera, pero sufren de todas las formas, los socios de la ONCE, que también tiene allí sus cuarteles.

El otro día, el cronista veía con horror cómo una pareja de jóvenes invidentes se lanzaba directa a la vorágine, Prim abajo, tanteando con soltura con sus bastones telescópicos, decidida y audaz. Frente a ella se desplegaba el campo de batalla erizado de peligros y el cronista decidió seguirla de cerca, presto a intervenir ante las asechanzas inminentes. A los taludes y barricadas de escombros, las alambradas y las máquinas, se sumaban los coches domésticos que gemían al ser utilizados y sobrevalorados como todoterreno y remontaban los bordillos y superaban las pendientes entre espasmos y jadeos.

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Las jóvenes ciegas atravesaban sin romperse ni mancharse aquel infernal laberinto con gráciles quiebros y movimientos mucho más seguros que los de su presunto paladín, que a punto estuvo de desgraciarse un tobillo y partirse la crisma por no mirar al suelo, sino a ellas, provistas no sólo de ese sexto sentido que se atribuye a los invidentes, sino de una preparación técnica y de un conocimiento del terreno que para sí quisieran los de la Brigada Topográfica del Ejército.

Las obras, las malas obras, las 'peoras', continuaban por Augusto Figueroa y hacia allí se encaminaron ellas con igual atrevimiento, mientras el cronista, Barquillo abajo, trataba de acceder a la Gran Vía, también en pie de guerra, murmurando ofensas contra el Maquiavelo de la Casa de la Villa que quiere echarnos de las calles, encerrarnos o desterrarnos para siempre, para seguir jugando con su solo juguete.

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