La doctrina Gallardón
Fin del rancho grande de Quintos de Mora y del gazpacho con bogavante en compañía del presidente Bush. Fin de las últimas excursiones a Bruselas con el Club de los Primeros Ministros de la Alianza Atlántica, a Oslo y a Gotemburgo con los colegas de la Unión Europea. Regreso a casa. Preparativos para el inminente debate parlamentario en el Pleno del Congreso de los Diputados sobre el Estado de la Nación, convocado para los próximos días 26 y 27. Momento, pues, para el cierre de las propias filas y la determinación de las nuevas dosis de colaboraciones exigidas y de desprecios dedicados al principal partido de la oposición y a su líder, el secretario general del PSOE, José Luis Rodríguez Zapatero.
Por todo ello, cobra todavía mayor interés la noticia filtrada de que Alberto Ruiz-Gallardón, después del encuentro confidencial que sostuvo en mayo, tiene una nueva cita con José María Aznar en La Moncloa. Se sabe que todo está preparado para indicar al invitado en esta vuelta a casa la conveniencia de que se presente otra vez para un tercer mandato como candidato a la presidencia de la Comunidad de Madrid en las elecciones fijadas de manera inelástica en una fecha de junio del 2003, es decir, un año antes de las generales, contando con el respaldo que le dispensaría sin reticencia alguna el Partido Popular. Enseguida algunos aznarólogos aficionados han deducido que con esta oferta el Jefe orillaba a un sucesor indeseado como Gallardón, el único que ha cometido la insolencia de ponerse a la disposición de sus compañeros de partido para el caso de que el actual presidente confirmara su decisión y rehusara presentarse a un tercer periodo rompiendo el compromiso de limitar a ocho años la permanencia continuada en la Moncloa.
Aducen los que pasan por ser expertos en los comportamientos de nuestro Aznar que el proceder aplicado para el descarte de Gallardón lo ha utilizado también para la eliminación de otro corredor mucho más afín como Eduardo Zaplana, al que también ha instado a seguir en la Generalidad valenciana un nuevo periodo. En sentido contrario, pero con el mismo resultado eliminatorio ha procedido a la retirada del afecto al vicepresidente y ministro de Economía, Rodrigo Rato, que ha quedado devaluado tras su desautorización muy notoria en cuestiones relevantes propias del área de competencia que hasta hace unos meses se le reconocía. Pero la equiparación de todos estos casos de naturaleza heterogénea es un craso error. En particular, de Alberto Ruiz-Gallardón debe hacerse, sin duda, pieza separada.
Alberto ha sido un abstemio en cuanto al halago que embriagó al círculo que cuenta en Moncloa. Se sabía en el desafecto, rigurosamente vigilado por el partido y su decisión de seguir la senda de sólo dos mandatos en el Gobierno de la Comunidad de Madrid surgía tanto de las propias convicciones como de la táctica de hacer de la necesidad virtud, una vez conocida la decisión del PP de proclamar otro candidato. En esas condiciones desairadas, malquisto por Moncloa y Génova, la candidatura de Alberto Ruiz-Gallardón hubiera sido desatinada y con efectos tan sólo testimoniales y rupturistas, salvo imprevistos. Pero si, por el contrario, las visitas a Moncloa para recibir propuestas de continuidad promovieran la imagen del regreso al seno de Abraham, el porvenir sucesorio de Albero Ruiz-Gallardón podría haber comenzado.
Ahora falta saber si lo anterior es compatible con la doctrina Gallardón, enunciada a la altura de marzo de 1999 en el programa El primer café, que dirige Isabel Sansebastián, a propósito de las prósperas actividades privadas de un veterano concejal del Ayuntamiento de Madrid. El presidente de la Comunidad de Madrid dijo entonces que las conductas de los responsables políticos, además de adecuarse a la legalidad, deberían inscribirse en niveles de autoexigencia superiores a los habituales en otros ámbitos como el del mundo de los negocios. Todos están atentos a las consecuencias.
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