Caldo del puchero
El problema es que, ahora, los toros muertos viajan directamente a la incineradora, y así no hay manera de averiguar quién tenía razón en la polémica que se estableció en el tendido: sangre o caldo del puchero. Ésa es la gran cuestión. Los más conservadores mantenían que la corrida de Gabriel Rojas era sosa, descastada y sin fuerza, pero corrida, al fin, por cuyas venas corría la sangre brava más o menos decadente. El resto ponía la mano en el fuego a que el líquido que bombeaba el corazón de aquellos animales era puro caldo del puchero, con su hierbabuena y todo. Pero, como a los toros los mandan ahora a la incineradora, no se puede saber, siquiera, si el solomillo tenía el gusto del tocino de jamón.
Lo cierto y verdad es que los toros de Rojas eran bueyes de carreta, sin casta, sin bravura, sin nada que llevarse a la boca. Y así es imposible el toreo, y no digamos la emoción. En resumidas cuentas, la corrida fue un desastre aderezado por la incompetencia presidencial y unos toreros con el ánimo cogido con alfileres. El presidente no devolvió el primer toro, que era un inválido, y, sin embargo, mandó el segundo a los corrales, que sólo era descastado. De acuerdo con tal premisa, debería haber devuelto toda la corrida.
En el redondel había tres jóvenes toreros con el futuro complicado y la necesidad de abrirse camino a codazos. De cualquier modo, hay que esperar algo más que voluntad de estos aspirantes a figuras.
El único que pareció entenderlo así fue Vilches en el quinto de la tarde, un tullido como los demás, al que le plantó cara con gran firmeza en unos muletazos vibrantes que acabaron con el toro en el suelo exhausto por el esfuerzo. Sólo estuvo valiente en su primero, otro buey, que pudo con su ánimo.
Triste, aunque voluntarioso, siempre se mostró el francés Castella, y Fernández Pineda, repuesto del percance de la Feria de Abril, estuvo anodino ante el último, el único que embistió con franquía a la muleta.
Babelia
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