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Columna
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Jardines

En el Día Mundial del Medio Ambiente, salgo sin el coche y echo a andar hasta el parque más cercano. Ha habido algunos días de calor inmisericorde, y los altos álamos me acogen con benevolencia, parapetándome del escozor del sol; el resto es similar al ingreso en una burbuja, el aire se refresca, varía la relación de las distancias, el ruido, sobre todo, desaparece amortiguado por un inmenso silencio vegetal que está hecho del roce de las hojas. Antes venía mucho por aquí a divagar, a hacer recuentos, a planear novelas: ahora vivo lejos de la capital y sólo puedo permitirme estas visitas furtivas, casi de consolación, que dejan un rocío de nostalgia en los labios. Sentado en un banco, oyendo murmurar a las fuentes, leo en el periódico que una cantidad muy elevada de los municipios andaluces no cuenta con el porcentaje de espacio verde obligado por la Comisión Europea: pienso al arrullo de los árboles y reparo en que eso supone un problema mucho mayor que la mera inconveniencia ecológica; porque una ciudad que carece de jardines es una ciudad vacía, como una carcasa o un envoltorio que no guarda ninguna chocolatina.

Los hombres necesitan urbes, las urbes necesitan parques: uno es el símbolo de la civilización, aquello que ha hecho al ser humano distinto de la muchedumbre de las criaturas; lo otro representa su reconciliación con la selva, ese reino materno del que se exilió para lanzarse a buscar la filosofía y las hogueras. Por definición, los hombres son seres antinaturales: desconocen los instintos que hacen funcionar al resto de los animales o los poseen en un grado muy elemental, viven inmersos en categorías, realidades, conceptos que han sido inventados por ellos mismos y para los que no existen referentes en la naturaleza. En vez de libido cuenta con el amor, en vez de agresividad con la guerra, nociones que no pueden reducirse a esos impulsos confusos y estereotipados que agitan a nuestros hermanos menores. La humanidad ha ido formándose en el constante litigio con su medio, arrebatándole la identidad al espacio para convertirlo en una proyección de sí mismo. Las bestias, dice Zubiri, se adaptan al entorno, pero el hombre adapta el entorno: un sutil desplazamiento de complementos. Somos huérfanos rebeldes, actores de un inveterado Complejo de Edipo; deseamos a nuestra madre a la que no podemos tener, y con ese convencimiento fundamos los parques. Un día, un suizo melancólico llamado Rousseau sintió tanta añoranza de los bosques que proclamó que la verdadera vida está en el campo, que los humanos son tanto mejores cuanto más alejados se encuentran de las ciudades. No todos podían convertirse en salvajes de la noche a la mañana: los déspotas ilustrados se dedicaron a trazar jardines sobre los planos de sus capitales, tratando de reconciliar a los ciudadanos con los pastorcitos que llevaban dentro; así nacieron el Prater de Viena, el Retiro de Madrid, las Tullerías de París.

El jardín resulta necesario en la ciudad porque presta contrapeso a sus incomodidades: da la soledad entre las multitudes, el vacío en lo colmado, presta silencio y nostalgia a un universo que soporta un febril presente. No sólo otorgan un alivio respiratorio; sobre todo ayudan a oxigenar el alma, atascada de cifras, compromisos, temores.

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