¿El último 'derby'?
Hay debates cuyo único sentido parece ser el de persistir. También en política, como en el fútbol, hay esos enfrentamientos de máxima rivalidad, esos derbies entre equipos en realidad tan próximos que, por mor del enfrentamiento, construyen y alimentan diferencias aparentemente insalvables. Uno de esos debates es el que enfrenta el patriotismo y el cosmopolitismo, el localismo y el universalismo. Tengo sin embargo la impresión (y el deseo) de que hay más continuidad entre ambas posiciones de la que gusta reconocer. La obra del conocido ensayista francés Alain Finkielkraut es perfecta para avanzar en esta idea. Así que permítanme que la leamos juntos.
En La derrota del pensamiento (1987), Finkielkraut somete a una afinada crítica la sustitución de cualquier valor universal en nombre de la diversidad, sustitución que alcanza el paroxismo con los nacionalismos del Volksgeist: 'El genio nacional suprime a un tiempo al individuo (agazapado en su grupo de origen) y a la humanidad (dividida en esencias estereotipadas, pulverizada en una multitud de personalidades étnicas encerradas en sí mismas)'.
No hay, pues, posibilidad alguna de democracia bajo la égida del Volk, del genio nacional: 'El cuerpo místico de la nación absorbe las almas: ¿por qué tendría que devolverlas, una vez proclamada la soberanía? ¿A través de qué milagro el individuo, percibido a todo lo largo de la lucha de liberación como una patología del ser, tendría que volver a ser un principio positivo, después de la victoria? Una nación cuya vocación primera consiste en aniquilar la individualidad de sus ciudadanos no puede desembocar en un Estado de derecho'. De ahí la crudeza con que se manifiestan siempre los conflictos nacionalistas: 'Al dejar de ser los adversarios unos semejantes, el combate que les enfrenta está desprovisto de cualquier limitación'. Imprescindibles como criterio de demarcación del Nosotros nacional, una vez cumplida esta función los Otros se convierten en una permanente amenaza: 'Sólo los que razonan en términos de identidad (y por tanto de integridad) cultural piensan que la colectividad nacional necesita para su propia supervivencia la desaparición de las restantes comunidades'.
Sin embargo, en La ingratitud (1999) Finkielkraut nos sorprende con una profunda crítica del neocosmopolitismo -convertido tantas veces en mera justificación de 'la secesión de los best and brighests su abandono de todo compromiso con el resto de la nación'- y con una sentida defensa de la herencia cultural, de las pertenencias y de las pequeñas naciones: 'Las pequeñas naciones son seres que no tienen razón de ser. No tienen plaza en el tren de la historia, e incluso, si quieren subirse a él, quienes tenían ya derecho a hacerlo, los que contaban con un billete en regla, llaman escandalizados al revisor para que inmediatamente las haga bajar'.
En realidad, ya en La derrota del pensamiento sometía a crítica el individualismo occidental y su pretensión de salvar al ser humano del totalitarismo colectivista por la expeditiva y no exenta de riesgos vía de reducirlo a un átomo social, confundiendo el egoísmo con la autonomía. Y en una obra intermedia a las otras dos que venimos comentando, La humanidad perdida (1996), recurría a la tragedia de las personas desplazadas como consecuencia de catástrofes naturales, de hambrunas y, sobre todo, de guerras, para sostener lo siguiente: 'Si se hace abstracción de su pertenencia y de su arraigo en un medio particular, el hombre ya sólo es un hombre. Y, al ser sólo un hombre -una pura conciencia sin ataduras y sin domicilio-, ya no es un hombre. No es la extraterritorialidad lo que lo humaniza, sino, por el contrario, el lugar al que se adscribe y la inherencia a un mundo ya dotado de significación'.
El debate habrá de continuar, pues no es sencillo imaginar una pertenecia que sea arraigo pero no enclaustramiento. Pero ahora sabemos que el sentido del derby no es la victoria, ni siquiera el empate, sino el encuentro. Nunca mejor dicho.
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