Regreso a las olas
Hace ya dos años escribí una crónica en este mismo lugar acerca de un barco varado junto a La Rambla. Era el pailebote que el Museo Marítimo, tras una dura subasta, había adquirido en Cartagena para extender sus actividades al mar. El viaje a Barcelona había sido épico. Su último capitán -el último de aquel barco desvencijado- lo había traído con un permiso especial para navegar, una bomba que achicaba agua sin descanso y todas las comandancias de marina alertas a su agónico paso por sus aguas. Cuando yo lo visité estaba apuntalado junto al museo y llevaba ya tiempo en restauración.
Durante todo este tiempo no había vuelto a saber de él hasta que hace un par de semanas se inauguraron los Set Dies de Poesia a la Ciutat. Los organizadores habían decidido, con chaladura y acierto, realizar la primera lectura en el pailebote. Acudí al Moll de la Fusta con cierta curiosidad tanto por el barco cuanto por el bautismo marino de los poetas. Éstos, situados a lo largo de la cubierta, que se mecía suavemente, recitaron por turno ante el público que se agrupaba en el muelle. De pie entre los asistentes, yo escuchaba los poemas y admiraba la magnífica arboladura del pailebote. Me costaba creer que aquél fuera el mismo barco que viera dos años atrás en las Drassanes. Más que producto de una restauración parecía que, por motivos del todo inexplicables, se hubiera mantenido en perfecto estado a lo largo de un siglo. Y sentí envidia de los poetas que se paseaban por la cubierta como marinos erráticos. Decidí que volvería a visitarlo en cuanto pudiera.
Sobre la filosofía de la diferencia existe desde la década de 1970 una amplia bibliografía
Llamé al museo y pedí encontrarme con sus actuales tripulantes. El capitán, Alfonso Echegaray, se hallaba navegando por los mares de América, por lo que me recibieron uno de los marineros y Manel González, responsable de los trabajos de restauración. Es éste un hombre mayor, cordial, que lo sabe todo del mar y de los barcos y que odia navegar, lo cual da la medida exacta del concepto de aventura. Él coordinó las labores de los carpinteros de ribera -o mestres d'aixa- que repararon el casco, trabajó junto al mecánico que desmontó entero y puso a punto el impresionante motor Volvo de 398 CV, y hasta organizó y formó al equipo que construyó el aparejo, pues no había nadie ya que supiera hacerlo. Juntos visitamos los camarotes, el de proa destinado a los marineros, y el de popa al capitán y a los posibles pasajeros. En total sumaban ocho literas. A mí me parecieron pocas para un barco tan grande.
'Son camas calientes', me aclaró Manel González. 'Se llaman así porque en un barco nunca duerme todo el mundo a la vez. Cuando uno se levanta hay otro que se acuesta'.
Entramos en la bodega. El Santa Eulàlia, que así ha sido rebautizado el pailebote, cargaba en su época hasta 250 toneladas. Mi anfitrión palmeaba con orgullo las bases de los palos, tallados en unos pinos doblemente centenarios llegados de Segovia y que sólo pueden talarse por motivos excepcionales. Manel González me enseñó también los trucos que se habían utilizado para esconder los modernos mecanismos de seguridad y navegación. Las velas se izaban a mano con la ayuda de unos garruchos de madera que actuaban como cojinetes, pero el molinete para el ancla escondía un mecanismo hidráulico que evitaba el trabajo inhumano de accionarlo. En el camarote del capitán, la radio, el GPS y demás aparatos se ocultaban tras una portezuela. En la cubierta había tres grandes barriles. Alcé una de las tapas. Estaba lleno de chalecos salvavidas. 'No es ron, lo siento', dijo el restaurador.
Y es que el Santa Eulàlia, lejos de ser sólo un barco museo, está preparado para realizar navegaciones de altura. Su estreno fue en la pasada Semana Santa. Hizo la ruta de la sal fuera de concurso, en una travesía que inició en compañía de otro pailebote, éste de propiedad privada, al que llamaron Thopagha, que quiere decir en polinesio 'el que suena bien', por el agradable susurro que hacen sus velas. Fue la primera vez que el Santa Eulàlia alcanzaba otro puerto como embajador de la ciudad de Barcelona, rememorando los tiempos en los que realizaba la misma ruta por motivos comerciales.
Considero realmente feliz la idea de que Barcelona esté representada por este robusto y espléndido velero mercante. Pero para ello es necesario entregarlo al mar. Por el momento se mantiene como una extensión del Museo Marítimo (puede ser visitado con el mismo boleto de entrada), aunque hay muchos planes en marcha. Se espera organizar visitas de colegiales que vivan el barco desde dentro y hasta pernocten en él, aunque sin soltar amarras. Y se espera también que zarpe en breve para llevar a todas partes su embajada. El proyecto más importante es para el Fòrum Barcelona 2004. Además de realizarse en nuestro puerto un encuentro de grandes veleros, hay la intención de que el Santa Eulàlia navegue a Génova, capital cultural europea, y a Atenas durante los Juegos Olímpicos. Si se consigue, será el merecido renacer de este barco que viajó a Cuba, que cambió de nombre mil veces y hasta hizo contrabando y trayectos suicidas en la guerra. Por el momento, amarrado al Moll de la Fusta, puede gritar al mar lo mismo que gritó el Kurtz de Joseph Conrad, vencido una y otra vez pero siempre en pie, a la selva impenetrable: '¡Ah, todavía te arrancaré el corazón!'.
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