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Columna
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La cultura de la sustitución

Como la mayoría de los animales del mundo desarrollado, sucumbí a la necesidad de portar un teléfono móvil. Pasó que a partir de aquel momento ya no pude prescindir de él. La humanidad se acostumbró a llamarme a cualquier hora del día y de la noche, o mientras conducía, o mientras echaba la siesta, o cuando realizaba una gestión absolutamente indelegable en el inodoro o el bidé. Llegué a pensar que la humanidad no podía pasar sin mis servicios, aunque sin duda en esta errónea apreciación sólo participaban la sensación de agravio, la rabia y un cierto desenfoque acerca de cuál es mi posición real en el planeta.

No quería hablar, de todos modos, de la absoluta desconsideración que representa el móvil en nuestra vida cotidiana, una de tantas esclavitudes de la civilización postindustrial, sino de otro de sus perversos efectos. Hace algunos días mi móvil se estropeó. No cargaba como era preciso y cada mañana, tras un par de llamadas, quedaba exhausto e inservible. Quiero creer que el hecho no me disgustó del todo: aquellos tipos que reclamaban mi atención mientras comía, o mientras conducía, dejaron de molestarme. Asombrosamente, el mundo seguía funcionando; posiblemente una porción de él funcionaba mejor sin mi concurso.

Pero yo tenía que reparar mi móvil, cosa que me parecía lo más lógico del mundo. Cuando una cosa falla lo razonable es intentar que vuelva a funcionar. En casa me habían enseñado a obrar de esa manera: me habían enseñado a forrar los libros para que no se estropearan, a cambiar las suelas de los zapatos cuando asomaba un agujero, a guardar las sobras de ese guiso que podrían servir al día siguiente para una nueva y espléndida comida.

Con esa mentalidad me acerqué a los grandes almacenes donde había comprado el móvil. Pero desde el primer momento no hubo más que dificultades. La gente se identificaba ahora como 'comercial' y en modo alguno como 'técnico'. Sugerí que, en efecto, nadie como un técnico para solventar el estropicio. Fueron dos o tres visitas que no sirvieron para nada, y yo me preguntaba por qué tanta resistencia a reparar mi móvil, porque parecía que, una vez vendido, nadie quería ocuparse de él. Compré una nueva batería, transité por distintos mostradores. Por fin algún alma piadosa se rebajó a explicarme no ya el problema del móvil, sino el auténtico problema: mi anacrónica concepción del universo.

'Arreglar su móvil puede costar más que comprar otro', sentenció. Por otra parte estaban también los gastos de traslado (traslado a algún lugar remoto y misterioso, ese lugar secreto donde residen los 'técnicos') y un mero cálculo estadístico debía convencerme de que lo mejor sería comprar otro aparato. Curiosamente, la garantía había vencido hacía unos pocos días. No quiero pensar que el maquiavelismo de las compañías implicadas llegara al punto de haber premeditado una sincronía perversa entre la utilidad del artefacto y su exacto periodo de garantía.

La cultura del zapatero remendón está en trance de desaparecer. Los aparatos ya no se arreglan: se sustituyen. La cadena productiva no deja espacio para la reparación, habida cuenta de que necesita acrecentar nuestras impetuosas ansias de consumo. Es paradójico que las nuevas tecnologías, tan sofisticadas, tan eficaces, renuncien a ello por principio. Los ordenadores, los móviles, los innumerables aparatos de la nueva era duran menos que los cuadernos escolares de primaria. Nada se guarda, todo se tira.

Vivimos en la sociedad de la opulencia y las cosas no se arreglan. Los objetos, que antaño nos acompañaban a lo largo de la vida, tienen una existencia cada vez más efímera y fugaz. Practicamos con las cosas la eutanasia activa. Y no es extraño que algunos débiles morales intenten convencernos de que con nosotros debería hacerse lo mismo: la falta de dignidad que atribuimos a las cosas se transfiere a la condición humana. Vamos a ser objetos de usar y tirar. Para qué repararnos, de mayores, cuando el planeta, y ahora de verdad, puede prescindir absolutamente de nosotros.

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