Don Pedro
Don Pedro Laín Entralgo era un lujo de Madrid. Se lo encontraba uno en los actos que llenan las tardes madrileñas. No sólo asistía a las conferencias de sus amigos. También se le veía en las presentaciones de libros de autores noveles con los que no tenía compromiso alguno. Su afán de saber, de aprender, le llevaba a querer enterarse de lo nuevo que hacían los jóvenes. Tenía una virtud poco apreciada, la humildad. Solía decir, en latín, que él había hecho 'multa sed non multum' (muchas cosas, pero no mucho).
Su obra, sin embargo, es vastísima. Y era constante su disposición a enseñar, no sólo en la tribuna, también en las conversaciones. Maestro insuperable, culto pero nunca redicho, asombraba la variedad y la profundidad de sus conocimientos. Fue un humanista o quizá, en un mundo muy especializado, el último humanista. El objeto de su estudio fue el hombre en cuerpo y alma. Como discípulo de la generación del 98, estaba preocupado por su país, por 'España como problema'. En aras de un país mejor, de una patria para todos, no sólo renunció al odio o al engreimiento, sino también a la comodidad. Muy pocos supieron hacerlo.
Sobran los dedos de una mano para contar a los intelectuales y profesores universitarios de su época que, estando en sus mismas condiciones, tuvieron el valor de pedirse a sí mismos cuentas por su pasado franquista y hacer, como él hizo, con la contricción cristiana, su 'descargo de conciencia'. Se puede decir que, en su persona y en su obra, Laín hizo la transición política con veinte años de anticipación y, llegado el momento de dar el salto de la dictadura a la democracia, sirvió de modelo a muchos que, sin ser tan sinceros como él, le imitaron en sus actitudes públicas. De ahí que sea justo decir que, con sus libros, con su palabra, con su sabiduría, ejerció una gran influencia sobre la evolución de nuestro país. Los hombres pasan, las cosas se olvidan; pero las enseñanzas de Pedro Laín Entralgo seguirán sirviendo para inspirar lo mejor y corregir lo peor de la España de hoy.
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