Consecuencias de un traumatismo cráneo-encefálico
En términos sencillos, un traumatismo cráneo-encefálico (en adelante TCE) es un golpe que recibe la cabeza y que es lo suficientemente intenso como para causar una alteración del nivel de conciencia o una fractura craneal. Por alteración de conciencia entendemos tanto la propia pérdida de conciencia o coma como la confusión o pérdida de memoria para hechos recientes sobrevenida a continuación y como consecuencia del golpe.
Es éste un término que oímos con frecuencia creciente como diagnóstico descriptivo de lesionados en accidentes de tráfico, deportivos o laborales. Los problemas clínicos y humanos que se despliegan en los meses siguientes al TCE son, por el contrario, mucho menos conocidos. En las siguientes líneas se tratará de explicar las claves de esta nueva problemática y las consecuencias sanitarias y sociales que se derivan de ella.
Las estadísticas norteamericanas confirman que se producen 200 nuevos TCE por cada 100.000 habitantes y año. Restando los pacientes que fallecen y los que se recuperan sin déficit, quedan 33 nuevos TCE / 100.000 habitantes / año que llaman a las puertas de los servicios sanitarios y sociales. En un país con 36 millones de habitantes esto supone que casi 12.000 nuevos pacientes pasan a engrosar las filas de esta epidemia de nuestro tiempo. La creciente movilidad y siniestralidad vial, la mayor disponibilidad de vehículos y, sobre todo, la mejora en técnicas de neuroreanimación dan lugar a un notable incremento del número de supervivientes con secuelas. Es bien conocido que la mayoría de estos pacientes se concentran en el grupo de edad comprendido entre los 15 y los 25 años y que su expectativa de vida no está disminuida, por lo que nos encontramos ante jóvenes con discapacidades que han de ser rehabilitadas, compensadas y atendidas durante varias décadas.
Es importante señalar que TCE no es sinónimo de secuelas, ya que un porcentaje importante de estos pacientes se recuperan totalmente. Por el contrario, aquellos pacientes con TCE más severos, aquéllos con largos períodos de coma e importantes lesiones cerebrales, se enfrentan por regla general a un largo proceso de rehabilitación que habrá de ser abordado de forma multidisciplinar.
Merece la pena una breve reseña acerca de la parte del organismo lesionada. El cerebro es el órgano más complejo y peor entendido del cuerpo. Sus funciones, poco definidas, incluyen funciones vitales, como la respiración y el ritmo cardiaco, el control motor y funciones psíquicas de enorme complejidad como el lenguaje, la memoria, la vivencia y expresión de las emociones y la conducta social. Casi ningún aspecto de la fisiología humana escapa a su influencia. Nuestro equilibrio hormonal depende del correcto funcionamiento de pequeños sensores y glándulas cerebrales, nuestros apetitos biológicos son regulados a nivel cerebral y hasta nuestra creatividad tiene su asiento en este órgano de algo más de un kilogramo de peso.
La rehabilitación de pacientes que han sufrido un TCE severo -como el sufrido por Javier Otxoa- requiere la colaboración de médicos de varias disciplinas. Médicos rehabilitadores, neurólogos y neuropsiquiatras son los que con más frecuencia intervienen. Los primeros dirigen la recuperación de los déficit motores, entre los que se incluyen el control postural y la marcha; los segundos diagnostican y tratan complicaciones como la epilepsia o la hidrocefalia (aumento del líquido intracraneal por obstrucción de su drenaje natural); los terceros se hacen cargo de las alteraciones emocionales y conductuales. Este grupo central de especialistas se apoya en un grupo más amplio de consultores especialistas en neurocirugía, oftalmología, otorrinolaringología y nutrición. La alta frecuencia de problemas visuales, auditivos, del equilibrio o de cuerdas vocales justifica su colaboración. La tarea diaria de la rehabilitación es realizada por logopedas en el caso de alteraciones de lenguaje, fisioterapuetas para los problemas motores y terapeutas ocupacionales y enfermería especializada para el reentrenamiento de las habilidades de la vida cotidiana. Los neuropsicólogos, por su parte, centran su acción en la valoración de las capacidades intelectuales y el impacto de las mismas en la conducta.
Las lesiones cerebrales imponen en ocasiones un techo a la recuperación, y es por ello que al finalizar el periodo de rehabilitación se plantean una amplia variedad de problemas sociales. Entre el paciente que retorna a su vida previa sin dificultad alguna y el que permanece en estado vegetativo, sin conexión con el entorno y con una dependencia absoluta de terceras personas, se despliega un abanico de situaciones, más o menos estabilizadas, que demandan una respuesta social. Normalmente, son las dificultades de conducta social y los déficit intelectuales los más determinantes a la hora de orientar al paciente hacia un tipo u otro de recurso social. Talleres protegidos, pisos supervisados, residencias especializadas..., son algunos de los recursos que habrán de surgir en nuestro entorno en los próximos años para dar una adecuada respuesta a esta nueva y creciente problemática.
José Ignacio Quemada es jefe del Servicio de Daño Cerebral del Hospital Aita Menni, de Mondragón y Bilbao.
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