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Crítica:ESTRENOS | 'Son de mar'
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Interpretación emocionante

Un hombre aparece muerto, flotando en el Mediterráneo. No es un bañista; viste smoking, largas melenas impiden ver su rostro. ¿Quién es, de dónde sale? Este interrogante abre la novela Son de mar, de Manuel Vicent, y esa misma imagen comienza esta extraña peripecia que Bigas Luna, con el inestimable auxilio de Rafael Azcona, ha convertido en su décimotercer largometraje.

Azcona, Vicent, Bigas: extraña trinidad. Sobre todo porque no parece fácil adaptar el lenguaje sutilmente irónico, embriagadoramente carnal del valenciano a un estatuto tan palmariamente directo, el de la imagen, y por un guionista que ha hecho del vitriolo su mejor arma.

Y, sin embargo, es una idea excelente tomar el armazón de la historia para revestirlo con otro vestuario. Así, Son de mar, sin perder las evocaciones clásicas que ayudaban a tejer su trama -desde el nombre del personaje hasta los fragmentos de La Eneida que en él se leen-, se constituye en relato autónomo, en vivisección de una pasión devoradora, excluyente, total: la de alguien que ha vuelto de entre los muertos para intentar, humana, vana aspiración, la reescritura de su propia existencia.

SON DE MAR

Dirección: Bigas Luna. Intérpretes: Leonor Watling, Jordi Mollà, Eduard Fernández, Sergio Caballero, Neus Agulló, Pep Cortés. Género: drama, España, 2001. Duración: 99 minutos.

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Así, de la película desaparecen personajes, situaciones y nostalgias de la novela, pero, en cambio, emerge con fuerza arrolladora un trío protagonista omnipotente, constituido por tipos que, más allá de sus lógicas diferencias, están hermanados por un común sentido de la mediocridad: lo es Martina (Leonor Watling), chica de pueblo simple, directa en la explicitación de su deseo; lo es el patético hombre hecho a sí mismo Sierra (Eduard Fernández), con su espantosa soledad y su coherencia barriobajera; y lo es, en fin, ese profesor Ulises (Jordi Mollà) convertido en conquistador de pacotilla.

Por qué, al terminar la película, sentimos respeto -no en igual medida, por cierto- por esos tres seres, es la alquimia que Azcona y Bigas se ponen como meta, y que parcialmente alcanzan.

El pero tiene que ver con un problema: a pesar de que los tres personajes parten de las mismas premisas, Mollà no va con el suyo más allá del calco de tics de oficio con que últimamente suele trufar sus interpretaciones, con el resultado de una radical insolidarización hacia su Ulises.

Otra cosa es Fernández, que saca petróleo de un personaje tremendo; y otra cosa es, en fin, Watling. Lo de esta chica es sencillamente emocionante: ver con qué convicción se entrega a una cámara que la adora, con qué aparente espontaneidad elabora el menor matiz de su rostro, cómo logra transmitir la rotundidad de su deseo son una de las mejores experiencias que este cronista ha vivido ante una pantalla en mucho tiempo. Mérito suyo, en primer lugar; y de Bigas, ese encantador de serpientes: aunque sólo sea por ella, esta película será recordada durante mucho, mucho tiempo.

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