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Soldadito español

No me invitaron. A pesar de ser uno de los homenajeados y de que, según leí, incluso nos han erigido un monumento -tres figuras de bronce de tamaño sobrenatural representando a sendos reclutas de Tierra, Mar y Aire, con un coste aproximado de 30 millones de pesetas-, no recibí ni un protocolario tarjetón, ni siquiera una carta del ministro del ramo informándome del agasajo y agradeciéndome los servicios prestados. Nada. ¿Para eso les entregué 14 de los mejores meses de mi juventud, transmutado en bizarro artillero de segunda por la módica soldada de 300 pesetas al mes? ¡Menuda ingratitud!

Pero no es mi deseo personalizar la cuestión ni me propongo -no teman- contarles mi anecdotario cuartelero. Es sólo que, por una parte, la decisión del Gobierno de convertir el reciente Día de las Fuerzas Armadas en nostálgico homenaje al casi extinto servicio militar obligatorio y, por otra, la reacción desaforada de ciertos medios periodísticos al saber que la Academia General Militar de Zaragoza ya no tiene centinelas, sino vigilantes jurados -como los supermercados o las joyerías-, me ha sugerido una modesta reflexión en torno al papel histórico de la leva forzosa y sobre algunas debilidades estructurales de nuestra cultura democrática. Ahí van.

Cuando el inexorable fin del servicio militar obligatorio invitaba a examinar críticamente el pasado del ejército y a plantear el futuro en términos europeos, lo que se oye son lamentos por 'la pérdida de la identidad de conciencia nacional y del sentido de defensa de la patria'

A diferencia del paradigmático modelo francés, el reclutamiento obligatorio no surge en España para defender los derechos y las libertades recién conquistados gracias a la Revolución, no es 'la nación en armas' -la nueva nación de ciudadanos libres e iguales- que se moviliza frente al asedio de los reaccionarios extranjeros, ni conoce después la épica de las campañas napoleónicas, ni los fastos de una expansión colonial. A este lado de los Pirineos, la conscripción militar aparece del brazo del absolutismo monárquico y adquiere carta de naturaleza en un contexto de pronunciamientos, guerras civiles y derrotas ultramarinas. Lejos de ser un rasgo de igualitarismo, constituye en realidad un impuesto -la contribución de sangre, lo llamaban- que grava a quienes son demasiado pobres para pagarlo en dinero. En cuanto a las clases altas, éstas libran a sus hijos de tan penoso deber comprándoles la exención; la fórmula se denominaba redención a metálico.

Naturalmente, en tales circunstancias de debilidad exterior y de falta de consensos políticos internos, el servicio militar adoleció siempre de escasa legitimación social y fue objeto de incontables muestras de rechazo popular, desde los 'motines contra las quintas' tan frecuentes en la Barcelona del Ochocientos hasta unos porcentajes de prófugos y desertores altísimos para la Europa occidental. Por otra parte, y de 1868 en adelante, una larga serie de campañas coloniales tan exóticas como mortíferas, una geografía bélica hecha de desastres (Cavite, Santiago de Cuba, el Barranco del Lobo, Annual...) hincó en el subconsciente colectivo la idea del reclutamiento como un injusto secuestro legal de camino hacia el matadero; 'hijo quinto y sorteado, hijo muerto y no enterrado', rezaba la sabiduría de la calle.

En definitiva, y además de reflejar las taras políticas, las desigualdades sociales y el atraso económico del país, el ejército de leva español no protagonizó en más de una centuria ninguno de esos episodios legitimadores que lavan cualquier pecado anterior y sellan por mucho tiempo la conciliación entre los uniformados y la ciudadanía entera: nada parecido al Marne o al Verdún de los franceses, al Piave o al Vittorio Veneto de los italianos, al Yser de los belgas... ¿Es preciso recordar que la principal victoria militar de España a lo largo del siglo XX fue la obtenida en 1939 sobre la otra mitad de los españoles?

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Si el ejército de recluta forzosa careció hasta esa fecha de atractivo y de prestigio para muchos de los llamados a sus filas, no sería el régimen de Franco el que le infundiese tales atributos. No pudiendo ser 'escuela de ciudadanía' en un país de súbditos, la mili franquista se contentó con ejercer entre los jóvenes una torpe labor españolizadora e inculcarles a gritos ese sentido de la disciplina y la obediencia tan caro al inquilino de El Pardo. Es verdad que, bajo la dictadura, el conjunto de la sociedad pareció aceptar sin fisuras la obligación masculina del servicio militar, pero lo hizo con más fatalismo que convicción, como otra entre las coerciones y las imposiciones del sistema autoritario. Prueba de ello es que, apenas alcanzadas la democracia y un cierto Estado de bienestar, comenzaron a crecer la objeción de conciencia y la insumisión, se quebró la aceptación social de la mili como un deber insoslayable y los políticos se vieron arrastrados a una carrera de promesas abolitorias que vencen este año.

Con dibujos de Federico Blanco y textos de Enrique Jarnés, el servicio de publicaciones del Estado Mayor del Ejército editó en 1984 un delicioso opúsculo titulado Un ideal rojo y gualdo, del que transcribo el siguiente párrafo: 'Cada sociedad tiene el ejército que se merece, según su desidia o su patriotismo. Pagar mercenarios o voluntarios, que defiendan la comodidad de los ciudadanos, es un egoísmo insensato. Nadie que combata por dinero se sacrificará como aquél que luche por sus compatriotas y por su patria'. Pues bien, 17 años después, mucho me temo que esas rancias ideas conservan aún gran predicamento castrense y civil. Cuando el inexorable fin del servicio obligatorio invitaba a examinar críticamente el pasado de la institución y a plantear el futuro en términos europeos, lo que se oye son lamentos por 'la pérdida de la identidad de conciencia nacional y del sentido de defensa de la patria', y apolilladas remembranzas de aquellos tiempos de radio y botijo en que la canción del verano avant la lettre era el pasodoble Soldadito español.

Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

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