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Reportaje:

No basta ya

La resaca postelectoral está produciendo un fenómeno, cuando menos, curioso. Los campeones, según ellos, de la moderación, la inteligencia, el pragmatismo y el progresismo, montándose a lomos de una supuesta cruzada preelectoral de demonización antinacionalista, han iniciado o se han apuntado, sin saberlo, a una nueva y obscena cruzada postelectoral contra cualquier movimiento o, simplemente, análisis crítico de los errores del nacionalismo vasco que vaya más allá de los matices piadosos estéticamente correctos. Se equivocan en el diagnóstico los que piensan que la crítica intelectual o la reacción cívica contra los excesos del nacionalismo vasco en sus distintas versiones (a lo mejor no los hay, sobre todo para los que no los padecen) han estado motivadas por el oportunismo político o por algún tipo de fundamentalismo ideológico equiparable al de aquél. Al menos la mitad de los vascos han conectado con tal diagnóstico, a pesar de que sean algunos más los que hayan preferido la seguridad de la actual mayoría nacionalista de gobierno. Mayoría que, en todo caso, va a poder disfrutar del poder de unas instituciones legitimadas y reforzadas con ahínco por tan denostados cruzados de la causa democrática.

Seguro que todos hemos cometido errores, cierto que ha habido excesos verbales desde todas las latitudes, pero esto no debe llevar a la anulación de las razones y las motivaciones de la crítica racional. Menos aún, a identificar la calidad, la validez y la prevalencia de la razón intelectual o política con el simple hecho de ganar una mayoría de gobierno, condenando a la sinrazón y a toda clase de manipulaciones y oscuras motivaciones a los perdedores. Una cosa es la evaluación crítica de las estrategias de unos y otros, aunque sea de unos más que de otros, y otra es la santificación de la de los ganadores a costa de la descalificación de la de los perdedores, en una magna ceremonia de la simplificación oportunista. El veredicto de las urnas a la hora de optar por una mayoría de gobierno, aunque sea minoritaria, es inapelable, pero tiene que ser interpretado, tanto por los ganadores y sus amigos, como por los perdedores y los suyos. Unos y otros siguen teniendo sus razones, que los electores toman o no en consideración en función de sus intereses individuales o de grupo, atribuyéndoles distinta responsabilidad para conducir los asuntos públicos durante un determinado período de tiempo. El electorado ni da ni quita la razón en abstracto. Define sus preferencias y las reglas del juego distribuyen los papeles a cada uno en el gobierno o en la oposición. Tal es la responsabilidad de los representantes políticos.

Sin embargo, la de los ciudadanos comprometidos con los derechos individuales y los valores de la democracia, sea cual sea su ámbito profesional o cívico, es la de seguir fieles a su compromiso. Y más ahora que nos han vuelto a enseñar su auténtica cara de exterminio físico o moral contra quien se atreve a discrepar de una ideología dominante, que se siente crecida y que tiene que demostrar que está dispuesta a renunciar a la apropiación indebida del país y a la exclusión comunitaria. A pesar del carácter catártico que toda elección encierra y de los deseos de mirar al futuro de casi todos, los problemas más graves siguen donde estaban. A pesar de las advertencias de campaña, no parece que ETA se sienta ahora menos motivada para actuar contra los mismos, los discursos totalitarios siguen en su sitio y los señalamientos excluyentes contra los discrepantes están arreciando, aprovechándose del oportunismo frívolo e irresponsable de algunos. La inseguridad, la limitación a las libertades individuales, la exclusión y la desigualdad de oportunidades siguen estando del lado que estaban.

No hay confusión manipuladora ni, mucho menos, perversión ideológico o política en la coincidencia intelectual con los partidos de izquierda o derecha, unidos por la excepcional gravedad por la que pasa la democracia en Euskadi y por la defensa, sin ambigüedades ni apellidos, de derechos humanos fundamentales. Tampoco en la solidaridad activa y en la dignificación de los que padecen más directamente las consecuencias del terrorismo y de la exclusión xenófoba. La acusación de victimismo y manipulación es simplemente indecente puesta en boca de los campeones de tales artes marciales, que, en el colmo del esperpento, han llegado al atrevimiento de cuestionar la limpieza de las elecciones, si ellos no resultaban ganadores. Menos aún, en la exigencia de respeto y lealtad efectiva a las reglas del juego de la democracia, contenidas en la Constitución y el Estatuto y que incluyen su interpretación generosa o su misma reforma. Por todo ello, y aunque sea sin subvenciones para organizar rimbombantes conferencias, no basta ya.

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