Ciudadanía económica cosmopolita
Según el Informe del PNUD sobre el Desarrollo Mundial 2000-2001, la pobreza radical sigue siendo una de las mayores lacras de la humanidad a comienzos del Tercer Milenio.
En la era de la revolución biotecnológica, la globalización y otras hierbas igualmente grandiosas, por decirlo en román paladino, casi la mitad de los seis billones de seres humanos (2,8) vive con menos de dos dólares diarios, y la quinta parte (1,2), con menos de un dólar diario. Mientras las empresas de alimentación se retuercen el magín inventando gollerías para ese 20% de la humanidad que goza de capacidad adquisitiva para consumir lo que ni sabe que desea, el 50% de los niños del mundo está subalimentado. Y en la era de la información y del acceso, cuando el vulgar espacio se ha convertido en ciberespacio, el 65% de la población mundial nunca ha hecho una llamada telefónica, y el 40% no tiene acceso a la electricidad.
¿Sobrecogedor? Ya no. Una de las características de nuestro tiempo es que la novedad y la provocación se han convertido en rutina. Los informes del Club de Roma y, desde hace una década, los del PNUD se colocan en la misma estantería que los efectos especiales de las películas, a cuál más impactante, hasta dejar insensible al espectador.
Nada sobrecoge: lo sobrecogedor es rutina. Sobre todo, para los que no padecen el efecto de la acción sobrecogedora. Los otros, los que sí lo padecen, dejan a miles sus patrias (que también tienen, mire usted por dónde) y se ponen en manos de una mafia, toman un pesquero como el Ashva y tantos otros, y se encaminan a esa Tierra Prometida, donde mana mucho más que leche y miel.
La inmigración se globaliza. Y, sobrecogido o no, el mundo occidental está obligado a acogerla en buenas condiciones, no sólo porque la necesita y en la medida en que la necesita, no sólo porque él también ha sido inmigrante, sino porque es en buena parte responsable de su miseria. No se trata de una cuestión de orden público, que requiere soluciones de orden público, sino de sufrimiento humano, de sufrimiento personal, causado en parte por un mundo que no coopera realmente en la tarea de crear riqueza en las patrias de origen. Por eso, por ser cuestión de personas, requiere soluciones hechas a la medida de las personas.
La primera obligación, por perentoria e ineludible, consiste entonces en elaborar leyes amplias de acogida, ante el sufrimiento y la miseria de los que ya están aquí y van llegando. Pero eso no basta. Las transformaciones radicales acaban haciéndolas los afectados mismos, aunque con ayuda. Por eso urge intensificar el poder de los empobrecidos, apostar por el 'empowerment' de quienes han de poder ser protagonistas de sus vidas. Y, en ese sentido, convendría trabajar tanto en el nivel de los organismos internacionales como en el de los nacionales, que tienen una fuerza mucho mayor de la que les reconocen algunas publicaciones sobre la globalización. En los dos casos se trataría de ir materializando en la vida cotidiana la idea de ciudadanía económica, que no puede construirse ya sino en el horizonte cosmopolita.
A pesar de las sonrisas escépticas sobre las posibilidades de construir una auténtica cosmo-polis, una ciudad de la Tierra en que ningún ser humano se sienta y sepa excluido, lo cierto es que hacia ella caminan ya organismos internacionales, cívicos, políticos, jurídicos y económicos, que van asentando día a día los cimientos de la ciudad común. Una ciudad en que todos se sepan y sientan ciudadanos, pero no sólo políticos, sino también económicos.
Ciertamente, resulta difícil caracterizar que sea un ciudadano, habida cuenta de la gran cantidad de tradiciones que han ido tejiendo nuestra historia. Pero si podemos aceptar, sin traicionar a ninguna, que es ciudadano aquel que es su propio señor junto con sus iguales, más parece que somos todos inmigrantes, no sólo en la comunidad política, sino sobre todo en la económica. Ante las tradicionales preguntas de la economía -qué se produce, para quién y quién decide lo que se produce-, la mayor parte de la humanidad siente que está jugando fuera de casa, que ése no es su terreno de juego, no lo conoce, ni puede contar con el respaldo de la afición. Para qué decir en el campo global, en el que ni siquiera los Estados nacionales y las grandes compañías controlan los movimientos.
Difícil es ser 'su propio señor' si nuestro tiempo, la Era del Acceso, es por el momento el último capítulo del modo de vida capitalista, cuya misión esencial -señala con todo acierto Rifkin- ha consistido siempre en llevar cada vez más actividad humana a la arena comercial. Difícil resulta no ser vasallo de cualesquiera voluntades arbitrarias, cuando el trabajo es un recurso escaso y, en cuanto bajan los beneficios, se producen despidos masivos. Difícil es forzar una negociación justa mientras el outsourcing debilita el poder de los trabajadores organizados. Difícil resulta ejercer esa presunta 'soberanía del consumidor', tan querida a la economía clásica, si incluso sedicentes progresistas recomiendan aumentar el consumo para resolver el problema de la escasez: la sobriedad -vienen a decir- es reaccionaria; y no añaden que el consumo representa las tres cuartas partes del PIB en Estados Unidos. Difícil es invertir el ahorro de forma 'señorial', y no dejar su gestión en manos de un elíptico gabinete de elípticos ingenieros financieros.
No resulta fácil, no, articular una ciudadanía económica y, sin embargo, es urgente, porque quien -junto con otros- es vasallo en lo económico, difícilmente será dueño de sí mismo -junto con otros- en todo lo demás.
Afortunadamente, en nuestro tiempo menudean los partidarios de una consigna que vengo defendiendo hace algunos años, según la cual, 'lo que es necesario es posible, y tiene que hacerse real'. Y para hacerlo posible en el caso de una necesaria ciudadanía económica, proponen algunos de ellos, a los que me sumo, que conviene tomar una de las ideas centrales de la primera Modernidad, y darle la vuelta; concretamente, la idea de que en una comunidad política son ciudadanos activos aquellos que tienen la propiedad necesaria para ser económicamente autosuficientes. Cabe presumir que quien es autosuficiente en lo económico puede permitirse no ser vasallo en lo político, sino ciudadano, de suerte que autosuficiencia económica y ciudadanía son dos caras de la misma moneda.
Ahora bien, ¿qué ocurriría si invirtiéramos el orden de los factores? ¿Qué ocurriría si el reconocimiento de la ciudadanía fuera anterior al de la autosuficiencia, de modo que una comunidad política estuviera obligada, para ser legítima, a intentar garantizar a sus ciudadanos la propiedad necesaria como para ser autosuficientes? Frente al libertarismo capitalista, no gozarían de propiedad sólo las personas que la han adquirido por herencia o por compra, sino todo ciudadano por el hecho de serlo; frente a los colectivismos de distinto cuño, la persona no dependería del cuerpo social, sino que sería su propia señora; más allá de la sociedad que liga la suficiencia económica al trabajo, ésta quedaría ligada a la ciudadanía. Desde un punto de vista económico, las personas podrían ser protagonistas de sus vidas, junto con sus iguales, por tener la propiedad suficiente como para no tener que depender de otros.
En este sentido caminan, por poner sólo dos ejemplos, la propuesta de los liberales Ackerman y Alstott de convertir Estados Unidos en una stakeholder society, dispuesta a dotar a todos sus miembros en los umbrales de la edad adulta con una cantidad suficiente como para que puedan organizar sus vidas y reforzar con ello el compromiso cívico, al percibir que su comunidad se ocupa también económicamente de ellos. Muy próxima a esta sugerencia se encuentra la insistencia, ahora desde la vertiente socialista, de Philippe van Parijs o Daniel Raventós de proporcionar a todos los ciudadanos un ingreso básico de ciudadanía, que reciben anualmente de forma incondicionada, de suerte que puedan contar con una red segura que les libra de la necesidad.
Sólo que la noción de ciudadanía, a comienzos del siglo XXI, rompe los moldes de las comunidades políticas, quiebra las fronteras entre el 'nosotros' y el 'vosotros', y exige que la dote, el ingreso, que liberen de la necesidad y excluyan la dominación de unos hombres por otros, al menos en lo que hace a la economía, lo reciba todo ser humano por el hecho de serlo.
Universalizar ese ingreso, ese mínimo de ciudadanía económica o, cuando menos, hacer posible que las personas puedan desarrollar sus capacidades, en la línea de la propuesta de Amartya Sen, es económicamente posible. Otra cosa será que en este caso haya más 'acierto', más propuestas realistas sobre la mesa, que voluntad.
Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia.
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