La inmensa minoría
¿Para quién es el centro de Madrid? No es, desde luego, para los paseantes, para aquellos que tienen el vicio antiguo de ir hablando por la calle y pararse a enfatizar una frase o a quedarse contemplando la esquina de un edificio en la que nunca se reparó. No es Madrid una ciudad para los que quieren andar despacio, sin sobresaltos, porque son demasiados obstáculos los que nos esperan delante de los pies: los pivotes, los socavones, las aceras tan estrechas, las obras continuas, los coches en doble fila. Normalmente, uno, para huir de tanto impedimento y tanto andamio en la acera, acaba saliendo a la calzada, donde puede ocurrir lo mejor, que un conductor impaciente te pegue un grito por salirte del precario espacio que te concedió el Ayuntamiento; o puede ocurrir lo peor, que te pille un coche, pero eso es más difícil porque los vecinos de esta ciudad nos hemos hecho listos como conejos y saltamos de la acera a la calzada de un salto.
¿De quién es el centro de Madrid? No de los viejos, que normalmente se quedan con la boca abierta en mitad de la calle que están cruzando, temerosos de ser arrollados por un coche. Tampoco son aptos para las aceras, donde interrumpen el paso de la gente que anda más rápido y se convierten enseguida en un obstáculo más, tan molesto como un pivote o un chirimbolo, pero con el añadido de que pueden hacernos sentir algo de culpabilidad cuando les empujamos ligeramente para adelantarlos.
No es desde luego un lugar para los niños: bien es cierto que ya hay muy pocos, pero esos pocos no tienen un sitio mínimo donde pegar tres patadas a un balón. Perdón, en la plaza de Chueca cuentan con dos metros cuadrados de arena en donde los borrachos que quieren aliviarse echan allí su larga meada, como si se tratara de una de esas palanganas que se les ponen a los gatos. Pero los niños, aun siendo animales en vías de extinción, no llegan a conquistar espacios habitables.
Tampoco los enfermos, a los que un recorrido por la calle de Hortaleza o por la calle de Gravina en hora punta puede provocarles un colapso. Ni tan siquiera para los vecinos que llegaron un día con la ilusión de remodelar una antigua casa en el cogollo de su ciudad, se gastaron un buen dinero, generaron riqueza en los pequeños comercios de la zona y dieron vida a la escaleras que sólo albergaban ya abuelos sin ánimo ni posibles para arreglar las fincas, y hoy se preguntan qué sentido tiene gozar de cuatro balcones que den a la plaza de Chueca, una plaza que con un poco de imaginación y sensibilidad hubiera podido llegar a ser como una de esas plazoletas romanas o parisienses de los barrios populares, en los que la gente toma el fresco por la noche, pero que se ha convertido en un lugar donde la terraza de un bar pelea su espacio con otra, donde se venden consumiciones a mil pesetas la más barata.
Uno hace el retrato robot de ese ciudadano al que indudablemente pertenece el centro de Madrid del nuevo siglo y el resultado es el siguiente: un hombre o mujer de joven o de mediana edad, sin hijos, con escasa sensibilidad para percibir que hay otros mundos y otras edades diferentes a la suya; se trata de un ser al que el ruido no le molesta, es más, es un generador de ruido, o con su moto, o con su música dentro del coche, o con su afán por buscar locales en los que uno ha de gritar para seguir una conversación.
Ese nuevo ciudadano del centro de Madrid no repara en cómo se conserven las calles, ni en la inhabitabilidad de los espacios; es un individuo que, ante el ruido, grita; ante las zanjas que se abren por las calles, esquiva; ante los pitidos de los coches, se pone el discman, o, si va dentro de un coche, se anima y se une a la pitada general. Es un individuo que no se acuerda de lo que fue ser niño, ni sabe lo que es ser madre o padre, y, por supuesto, ignora lo que puede sentir un viejo ante tal despropósito urbano. Ese individuo leerá esto y pensará: 'Siempre con lo mismo'. En eso coincide con el concejal de Centro, que, ante las protestas de los vecinos de Chueca, ha dicho no tener noticia de ese deterioro que sufre la zona. Y yo, que ni soy niña, ni vieja, ni enferma, ni madre de un niño chico, pertenezco a esa inmensa minoría que sale al centro pobre de la ciudad y piensa: mi reino no es de este mundo.
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