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Columna
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Películas

En la última película de Miguel Albadalejo, El cielo abierto, Antonio Muñoz Molina representa a un enfermo que va al psiquiatra debido a los trastornos mentales que le ha provocado el ruido de Madrid. 'Debajo de mi casa hay un pub que practica la cultura del ocio hasta las cuatro de la madrugada. Luego la cultura del ocio se traslada a la calle hasta las ocho, que es cuando la sustituye una excavadora que se coloca justo debajo de mi habitación. No me diga usted que esto es casual...'.

Estas palabras son una repetición casi textual de las quejas que una mujer valenciana presentó hace poco ante la justicia contra el Ayuntamiento. Los hechos son muy conocidos y sólo necesitan ahora un breve resumen: Pilar Moreno, profesora de matemáticas en un instituto, se ha enfrentado judicialmente a las autoridades municipales por la desidia con que éstas trataron a lo largo de una década las infracciones discotequeras de los reglamentos contra el ruido: cientos de denuncias de los exasperados habitantes del barrio de San José quedaron sin sanción alguna. El primer juicio, celebrado ante el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana, absolvió al Ayuntamiento y, la semana pasada, el Tribunal Constitucional ratificó la decisión.

Comentando el mismo caso hace unos días en su columna habitual de Levante, mi amigo Eduardo Alonso trajo a colación otra película, Erin Brockovich, en la que la intrépida heroína Julia Roberts termina por ganarle la partida legal a una poderosa compañía. Con fino escepticismo cargado de humor, Alonso añadía: 'Estas películas con final feliz nos devuelven la ilusión de que no hay que aceptar alcaldadas contra los derechos individuales y que la Justicia existe'. La realidad, no obstante, desbarata dicha ilusión al salir del cine.

EE UU ha utilizado siempre como un arma política de primer orden su formidable capacidad cinematográfica. Recordemos, entre otras viejas cintas, El sargento York, que en 1942 le valió un primer óscar a Gary Cooper, pero que no era sino un repugnante subterfugio pseudorreligioso para justificar la entrada yanqui en la Segunda Guerra Mundial y para seguir alimentando el mito del héroe solitario. Frank Capra, que creía a lo tonto en el triunfo del bien, nos legó obras de deslumbrante factura -It's a Wonderful Life! (¡Qué bello es vivir!), de 1946, entre otras-, pese a que únicamente funcionan dentro de su propio universo, pues cualquier parecido que alguien pueda encontrarles con la nociva realidad es pura coincidencia. La lista mistificadora del imperio de Hollywood es larga e incluye tanto obras maestras (High Noon, Solo ante el peligro) como paparruchas (la serie de Rambo, Independence Day, Pearl Harbour, etc.).

Pero si volvemos a la ironía justiciera de Eduardo Alonso, cabría preguntar, ¿existe de verdad la Justicia para los héroes? Más que responder sí o no, prefiero que mis lectores se hagan una pregunta adicional: ¿en qué se diferencia la oscarizada película Erin Brockovich de los muy reales trabajadores en huelga de Aerolíneas Argentinas, de los militantes contra la chulería del Banco Mundial, de las abuelas de la Plaza de Mayo, de los niños palestinos que lanzan piedras a los tanques de Sharon o de los magrebíes que se jugaron la vida cruzando el estrecho para venir a España?

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