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El PP tiene un problema

Durante varias semanas han menudeado, en las páginas de información política de la prensa barcelonesa, los titulares abiertamente contradictorios acerca de cuál era la actitud del Partido Popular versus Convergència i Unió y cuáles sus preferencias con respecto al inmediato porvenir político catalán: El PP confía en que el cambio de Cataluña en el 2003 lo marque su entrada en el Gobierno catalán, y no el triunfo del PSC; El PP catalán combate en Madrid a los partidarios de que gane Maragall; El PP exige a Pujol un cambio de rumbo para mantener su apoyo; El PP teme que su respaldo a CiU le origine un revés electoral; El PP cree que los continuos 'insultos' de CiU dejan la relación al borde de la ruptura; El PP pierde el miedo a que Maragall logre presidir la Generalitat; La encuesta del CIS y el resultado vasco obligan al PP a apoyar a Pujol hasta agotar la legislatura. Aun admitiendo el diverso grado de fiabilidad de tales valoraciones periodísticas, es indudable que reflejaban una perplejidad táctica real en la cúpula conservadora, así como el mórbido ejercicio de quien cree tener la sartén por el mango y se recrea en especular sobre cómo usarla con mayor provecho: si dando aire a Maragall para machacarle después o sosteniendo a Pujol en su cautividad aritmética.

Mas he aquí que, fresco aún el aleccionador mensaje de las elecciones vascas, el sondeo que el Centro de Investigaciones Sociológicas hizo público la pasada semana -pero que el Gobierno conocía sin duda de antemano- ha obligado al PP a descender bruscamente de sus plácidas ensoñaciones a propósito de Cataluña. Tanto elucubrar a cuenta del declive convergente o del reflujo del maragallismo y ahora resulta que el verdadero problema es el estancamiento de los populares, su modesta perspectiva de obtener 13 escaños, a lo sumo 14, con el riesgo añadido de dejar de ser decisivos en la configuración parlamentaria de la próxima legislatura catalana.

Lógicamente, tales indicios demoscópicos han hecho saltar las alarmas no sólo en el palacio de la Moncloa, sino también en la madrileña calle de Génova, y al decir de algunos cronistas, el mismísimo presidente Aznar ha puesto a su brain trust a la doble tarea de averiguar por qué la sociedad catalana se muestra poco receptiva a los encantos del PP y cómo vencer tan pertinaz frialdad. Según esas fuentes, el encargo es prioritario, de modo que para cumplimentarlo ha sido movilizado incluso el think tank favorito del aznarismo, la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES), sin escatimar medios, ni informes, ni encuentros con intelectuales locales de distinta sensibilidad.

Pues bien, ya que -por mi mala cabeza- temo no ser convocado a ninguna de tales reuniones, ni requerido para informe alguno y, sin embargo, el asunto me fascina desde hace dos décadas, usaré de este espacio de opinión para brindar a la FAES un diagnóstico desinteresado y gratuito sobre el 'problema catalán' del PP. Antes, empero, dos recomendaciones previas: que el actual responsable de la fundación conservadora, Alfredo Timermans, la libere de los prejuicios doctrinales que dejó en la casa su predecesor, el inolvidable Alejo Vidal-Quadras, y que descarte ciertas excusas fútiles, inspiradas tal vez por algún correligionario barcelonés: ¿la clave del estancamiento es que los medios de comunicación de la Generalitat anatematizan al PP? Basta ver las audiencias sumadas de TVE, Antena 3 y Tele 5 en Cataluña, o de sus equivalentes radiofónicos, para medir lo absurdo de esta tesis.

¿Dónde está, pues, la clave? ¿Por qué, después de cinco años de gobernar en Madrid, el último con mayoría absoluta, el PP catalán sigue empantanado en una expectativa de voto del 10%? Porque, recibido en 1996 por una gran parte de esta sociedad con prevención y recelo que tenían unos orígenes histórico-culturales bien explicables, el Partido Popular en el poder central no sólo no ha sabido desarmar tales prejuicios, sino que los ha realimentado con toda clase de agravios gestuales y simbólicos.

Cuando el presidente Aznar desdeñó, hace unos meses, discutir sobre 'chapas', cuando su ministra de Cultura negó que hubiese habido persecución lingüística contra el catalán y él mismo tildó las subsiguientes críticas de 'flojera política', cuando Federico Trillo deploró que en Cataluña hubiese 'poca cultura de la defensa', tales episodios y otros parecidos ofendieron a cientos de miles de ciudadanos, no forzosamente nacionalistas. Quizá, puesto que no ha habido guerra de las matrículas ni protestas ruidosas a raíz de los exabruptos gubernamentales, la cúpula del PP creyera que se trataba de hechos inocuos. Craso error, porque cada una de esas escaramuzas ha reforzado en el tejido social catalán la percepción del Partido Popular como un cuerpo extraño, refractario u hostil a los valores transversales de la catalanidad, y ello, que es injusto en términos personales, resulta de lo más relevante en términos de cultura política y de intención de voto. No necesitábamos de las elecciones vascas para corroborar que, hoy y aquí, la gente vota mucho más por sentimientos, en nombre de difusas lealtades o identidades colectivas, que al conjuro de inversiones multimillonarias o de promesas de rebaja fiscal.

Descrito con otras palabras, quizá el problema resida en que la empresa de refacción nacional de España que Aznar y su Gabinete impulsan con tanto brío es incompatible con la adquisición, en Cataluña, de ese perfil catalanista que llevan más de un lustro persiguiendo. Que no se puede ser a la vez el nuevo Cánovas de España y el nuevo Cambó de Cataluña. Quizá sea eso. Lo que resulta cierto, al menos, es que el problema del PP catalán no es de personas, de fotogenias, de apellidos ni de carismas: según el sondeo del CIS, mientras que los ciudadanos que desean a Alberto Fernández Díaz como presidente de la Generalitat suman el 1,2%, los que preferirían a Josep Piqué ascienden... al 1%. Algo es algo.

Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

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