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Paseo al mar: y van seis

Con la del pasado viernes, son ya seis las aprobaciones plenarias que el proyecto del Paseo lleva a sus espaldas. La primera (1895) alumbró la idea y trazó el paseo hasta El Cabanyal; la segunda (1931) lo transformó en ciudad jardín y lo conectó con aquél; la tercera (1946) revisó su concepto y desvió su traza; la cuarta (1966) lo transformó en autopista y permitió las agresiones en altura. La quinta (1975) ratificó la cuarta. Ninguna de éstas consiguió llegar al mar. La sexta (2001), en democracia como la primera y sin autopista, pero aprobada a espaldas de los vecinos, esto es, sin participación democrática en la toma de decisiones, tiene escasas probabilidades de prosperar.

De momento se ha perdido la oportunidad de zanjar la cuestión con la tercera de las alternativas presentadas por el Ayuntamiento: la plaza junto a la estación como final de la sección de la actual avenida de Blasco Ibáñez.

Éste era sobre el papel, y potencialmente lo es en la realidad, un lugar pensado como una pieza capaz de organizar y difundir servicios, de generar vida urbana que repercuta en mejor calidad de vida de todos los vecinos del área, de crear urbanidad, en definitiva. Si este espacio se resuelve y articula con un contorno configurado por un buen programa de usos, aquilatado en superficie y diverso en sus componentes, capaz de acoger viviendas, oficinas, comercios, algún hotel de mediana capacidad y algunas salas de cine o teatro, materializado con buena arquitectura y capaz de rematar dignamente el Paseo, el problema habrá quedado resuelto. Algo así como la intervención en la manzana de L'Illa Diagonal en Barcelona, donde el control de la volumetría y la escala urbanística, el equilibrio del programa de usos, la permeabilidad entre una vía metropolitana y el barrio al que reequipa situado a sus espaldas, materializada con una cuidada arquitectura, ha sabido hacer de forma espléndida.

Pero también hay que señalar otra operación tan poco rigurosa como la prolongación; es la determinación contemplada en el Plan Especial aprobado relativa al salón o bulevar de San Pedro. Esta conexión aparece por primera vez en los estudios de los técnicos municipales, a principios de los años cincuenta, para conectar dos ramas de cuarenta metros entre las calles del Mediterráneo y del Pintor Ferrandis; constituía una de las dos opciones, desestimada por la Corporación municipal, a la prolongación directa con cien metros, estudiada por la misma ponencia municipal constituida expresamente para elaborar alternativas. La causa era la controversia con Gran Valencia que defendía el Plan General recién aprobado. De su recuperación actual hay que decir que su localización, planteada no sólo como la red viaria de antaño, sino como un espacio de acentuada configuración lineal básicamente verde -equivalente a vacío- del barrio, destinado a articular entre sí las plazas del Mercado y de los Ángeles, y a acortar por el oeste el núcleo originario del barrio, aunque atractiva, es equivocada. No debe hacerse sobre las manzanas más antiguas del barrio, las que nos explican su origen, las que definen el límite entre poblado y huerta, entre Pueblo Nuevo del Mar y Valencia en 1897, integradas por edificios entre los que se cuentan los más valiosos del barrio y en los que reside una buena parte del vecindario que ha resistido pacientemente a todas las tentativas de prolongación del Paseo. Este planteamiento, en caso de materializarse, debe quedar subsumido en la operación anterior: la de la plaza como espacio vacío separador de tejidos e integrador de funciones urbanas.

Por el contrario, la potenciación de la Avenida del Mediterráneo como eje vertebrador entre un mar cada vez más lejano y los barrios del Canyamelar y El Cabanyal, mediante su reconversión en un amplio paseo o bulevar, como se hace en el Mediterráneo con las antiguas ramblas -no en vano discurre bajo ella un curso de agua con salida al mar-, es un objetivo irrenunciable. (Sirvan como ejemplo cualificado la calle del Marqués de Campo, en Dénia, o la Rambla de Barcelona; como lo fue el antiguo Paseo de Colón y como en buena medida puede serlo, con una sección funcionalmente diferente, la calle del Pintor Ferrandis). Vía que, en la actualidad, se constituye en una de las calles más activas del conjunto y en el eje cívico transversal por excelencia. (El otro eje, longitudinal, es la calle de la Reina). Es el lugar del mercado semanal y, por tanto, el espacio de relación más dinámico del barrio y de toda ciudad desde la antigüedad. No entender así esta vía y pretender sustituir sus funciones por otra de nuevo trazado, de mayor sección, sin configuración reconocible y a escala distinta del propio barrio, es dar un salto en el vacío de consecuencias incalculables.

Y poco más hubiera bastado; la realineación puntual de un limitado número de parcelas en las calles citadas, el calado ocasional de alguna manzana de longitud excesiva, la disposición de equipamientos allá donde sea posible y una urbanización digna y de calidad del espacio público, serían suficientes para la regeneración urbana del barrio. El resto es cosa de los propios vecinos a quienes les sobra energía e imaginación para ello.

Acabar el Paseo al Mar, lo he dicho en más de una ocasión, significa acabar con el Paseo. Desprenderse de los prejuicios establecidos a lo largo de sus cien años de existencia errática es lo realmente innovador de esta propuesta. A ningún político que así actúe se le podrá negar el indudable mérito de haber resuelto el problema y su lugar en la Historia quedará garantizado, en este caso, sin maldición alguna.

Y no nos engañemos, aunque consiguieran reventar El Cabanyal prolongando el Paseo, desde los Jardines del Real no se verá nunca el mar.

Adolfo Herrero es arquitecto.

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