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Columna
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Desplazados

Me refiero, con cierta frecuencia, a esos percances sanitarios en los que los viejos vamos instruyéndonos, queramos o no. Los tiempos de las cataplasmas al menor síntoma han pasado. Hoy por hoy nos envían a urgencias cuando parece que las cosas presentan feo cariz. Es una moratoria. Hace pocos días me encontraba invitado en una casa amiga, en la Costa Brava, cuando el taimado sol primaveral debió de coger desprevenidos a mis calcáreos bronquios y, como si caer enfermo fuese ya una adicción irresistible, el súbito empeoramiento aconsejó el traslado al hospital más cercano, en la Villa de Palamós, Gerona. Grande, espacioso, moderno, efectivo. La anfitriona y samaritana no acertó a la primera con el acceso idóneo, pero me instalaron en una silla de ruedas y tan ricamente pasé a la sala de urgencias, semejantes entre sí como el hall de un hotel al de otro de la misma categoría. Lo primero que hacen es desnudar al llegado e instalarle en una camilla, bajo una sábana, donde aguardar el turno indispensable. Buena temperatura ambiente; superado el riesgo de la pulmonía aumentan las posibilidades de supervivencia.

Soy un desplazado y con la sola tarjeta de la Seguridad Social me atienden como a un duque. Al no tener la historia clínica a mano hubieron de extraer sangre, buscando las fugitivas venas en las manos y los brazos. Advertí a la enfermera de que me había pesado al entrar y de que lo haría al salir, observaciones que quieren ser humorísticas y me sobrevienen cuando estoy asustado. 'Tranquilo, maco, no será nada', dirigiéndose a mí en sosegado castellano. Análisis, toma de tensión, pulso, fiebre, y una demanda terrorífica de la bella muchacha: 'Tengo que lavarle el extremo del pene, para obtener orina limpia'. No estaba preparado para la cuestión e informé de que era seropositivo para desviar su atención, aunque me parece recordar que los últimos escarceos son anteriores a la aparición del síndrome. Una vida, a lo más, frecuentando la bigamia, no exenta de incomprensiones conyugales. 'Por eso, aunque no lo creo', musitó.

'Vamos a hacerle una radiografía' y tuvieron la atención, ante mi tambaleante estado, de colocar la cámara sobre las costillas. Salió muy bien, incluso creo que favorecidos los agarrotados pulmones. Al volver, me había quitado el sitio otro recién llegado y fui aparcado en el pasillo, lo que encuentro muy natural, ante la precariedad de espacio. Hay instaladas tomas de oxígeno y asistencia indispensable junto a cada doliente, en esos lugares de aparente desidia. La mayoría somos gente vieja, la más amplia clientela. Una doctora, un doctor, batas blancas, a veces sin identificación, se detienen, preguntan e informan al interesado, cuando lo solicita, algo que antes no ocurría. La temperatura, el ritmo cardiaco, las deducciones sobre las placas, con la aplicación inmediata de medidas genéricas y típicas son la tranquilizadora rutina.

Concluida la exploración, me vuelcan sobre otra cama, en un habitáculo separado de otros por cortinas verdes, en la misma planta. El servicio se parece, en todas partes, a un submarino, donde la avaricia de espacio es manifiesta. Enfermeras permanentes atienden los ordenadores, vigilan los testigos, reponen la mascarilla y ejecutan lo que la plana mayor de los médicos ha dispuesto para cada individuo, tratamiento, dosificación de los fármacos, renovación del artilugio para orinar, que las ATS llaman 'el porrón'. Al ingresar, como dije, la radiografía, una prueba, el 'casting' al revés: 'Si sale bien, me echan'. Sonrió el practicante: 'Eso espero'. En el momento determinado, se quiera o no, con moderada insistencia, sirve los alimentos el personal, muy versátil y animoso. Más antibióticos, vitaminas, aerosoles y, más tarde, la segunda radiografía. Mi estado mejora muchísimo y el sujeto jadeante, disnéico y con ansias mortales vuelve a la edición de días antes. La medicina tradicional parece que va a ser sustituida por la preventiva, pero permanecerán los servicios de urgencia, en los que, por supuesto, puede haber fallos. Es lo que hay, de gran calidad, y quiero expresar gratitud al Hospital de Palamós y a todos los que he conocido y sospecho que visitaré. Disimulen que les hable de esto, estoy convirtiéndome en un técnico. Pasarán ustedes por las mismas o parecidas circunstancias, ¡ánimo!

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