Un testimonio: la lectura como adicción
La lectura es para mí un hábito. Diría más, una adicción. ¿Cómo caí en ella? No fue, desde luego, a través de la gramática, ni de la preceptiva literaria, ni por un plan ministerial, ni siquiera por la lectura obligada, con resumen subsiguiente, de capítulos de El Quijote. Fue más bien, en la infancia, por los llamados 'tebeos', no necesariamente el TBO, pero sí el Pulgarcito y el Dumbo; y en la adolescencia, por los libros de aventuras, los editados por Escelicer, con bandas de distintos colores por géneros literarios y por géneros de sexo -para niños y niñas-, que entonces andaban así las cosas, en esos lejanos últimos cuarenta y primeros cincuenta. Libros de papel renegrido como el pan del racionamiento, que te llevaban muy lejos de la mano de Julio Verne, Emilio Salgari o Karl May.
La elección del libro requiere un estado de ánimo propicio, pero también una cierta excitación y curiosidad
El hábito de la lectura es, con permiso de los pedagogos, ante todo, el hábito placentero de concentrarse, de abstraerse, de marcharse de viaje prendido de esos extraños signos que inventaron, según dicen, los fenicios, estimuladores de la imaginación y de la ideación en términos que sólo los adictos conocemos.
El amor a la lectura es, en todo caso, una adicción pacífica y muy poco dañina, que sólo desgasta levemente la vista, endurece acaso el cristalino e incita en demasía al sedentarismo. Pequeños inconvenientes que se pueden, en todo caso, paliar o conllevar. Es cierto que la lectura asociada al tabaco es casi un don divino. Pero yo, que durante muchos años de mi existencia combiné pipa y lectura, puedo dar fe de que la adicción a la segunda mantiene todo su encanto, aun prescindiendo de la primera. Ya sabemos que el tabaco mata, pero la lectura no. La lectura tiene fuerza propia y es seguro que no produce cáncer de pulmón, de paladar, ni de lengua. En mi caso ha estado vinculada al libro.
Hoy parece que el libro está en peligro. Yo me alarmé el día en que me dijeron que era un 'soporte'. Es cierto que la humanidad leyó antes sobre otros objetos, desde las tabletas de arcilla de los mesopotámicos, pasando por los pergaminos y los papiros, hasta los actuales impresos; es claro que hoy tenemos los CD-ROM y los terminales de ordenador.
Pero mi adicción a la lectura está vinculada al libro y a ninguna otra cosa. Ciertamente, no a cualquier libro. Al cabo de años, lustros y décadas como lector, el gusto se decanta. Hay tipos de libros que por razones externas o de contenido se aman o se aborrecen.
El buen libro, cualquiera que sea su contenido, es el que puede sujetarse fácilmente con las manos, incluso con una mano, que se puede leer cómodamente sentado en silla o en sillón, incluso reclinado o acostado. Malditos sean, por tanto, esos libros con hojas pegadas con colas endurecidas y quebradizas; libros sin costura, rebeldes a la apertura, que luchan contra nuestro afán hasta que finalmente se rinden, se rompen a trozos y sus páginas se desperdigan y nos traicionan. Malditos también los libros de hojas que no se pueden leer por ser tan finas que se transparentan o tan brillantes y satinadas que reflejan la luz de la bombilla o del sol. Malditos también los libros de letras diminutas y márgenes estrechos que nos fatigan y nos irritan.
Yo estoy por el libro noble, que es lo que es: novela o poesía bien editada, historia o filosofía, ensayo, libro científico o libro de texto. Un libro noble 'es lo que es' y trata de lo que dice el título. Confieso mi aversión irreprimible por no pocos objetos con forma o pretensiones de libro y que en realidad no lo son. Entre ellos cuento las recopilaciones de estudios variopintos con título engañosamente atractivo. Y en la cubierta: 'Fulano de tal, editor'. Dentro, mucho refrito, cada uno de su padre, de su madre y de su ocasión, con prólogo afirmativo de la 'profunda unidad' del producto. Reconozco también mi repulsa por los libros de 'actualidad', incluidos no pocos best sellers, aupados y mantenidos por cuidadores: éxitos fulgurantes en los EE UU, libros prácticos del tipo 'cómo perder kilos sin dejar de comer' y otros por el estilo. Pero mi mayor animadversión va por esos objetos impresos financiados con dinero público o por los peligrosos servicios de publicaciones de las administraciones o fundaciones públicas, bienes muebles que no se compran ni se leen, que se regalan por las autoridades al entrar o salir de las altas audiencias (en general, aburridas), o que se envían por correo indiscriminadamente y te obligan a ir a la estafeta para recibir al azar un libro no deseado.
Porque un libro debe ser buscado, previamente hojeado, elegido entre otros muchos que son descartados. La elección de libro requiere un estado de ánimo propicio, un cierto relax, pero también una cierta excitación y curiosidad. Por eso, el amor al libro es el amor a las librerías.
Los adictos al libro somos también adictos a las librerías. ¡Cuánto se echan de menos los libreros y librerías acogedores de otros tiempos! En mi época de estudiante universitario se frecuentaban aún los establecimientos de segunda mano de la calle los Libreros y de San Bernardo en torno al 'viejo caserón'. Las librerías de la vieja escuela fueron mi santuario de peregrinación dentro y fuera de España.
Pero hoy estamos en otros tiempos en los que los libros no se venden, sino que se despachan, son producto perecedero (¿llegarán a tener plazo de caducidad?) y se hacen planes de promoción de la lectura. ¿Se formarán hoy adictos a la lectura? No perdamos nunca la esperanza.
Juan A. Ortega Díaz-Ambrona presidió la Comisión de Humanidades en 1998.
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