El silencio
En el mes de octubre de 1970, finales de temporada, corrida televisada en directo por TVE desde la plaza de Marbella. Jaime Ostos se dispone a brindar un toro. Pero el sonido desaparece misteriosamente y nada de lo pronunciado por el diestro de Écija es audible. Al día siguiente, en el también desaparecido diario Madrid, se podía leer en titular: 'El brindis de la temporada'. Y se hacía eco de las razones del brindis. El sujeto pasivo del brindis no era otro que Lozano Sevilla, narrador taurino de la televisión pública y taquígrafo del general Franco, a la sazón jefe del Estado. La bronca en forma de brindis, pues las relaciones entre torero y receptor de la montera no eran del todo fluidas, la oyeron un par de tendidos, pero no la España de la mesa camilla. En Sevilla, sin ir más lejos, se hubiera presenciado y oído el destacado incidente. Sí, en la Maestranza, entre otras disparidades en la comparación con Madrid, surge una, últimamente sobre todas las demás, que es la del silencio. En la capital del reino, taurinamente entendida, silencio el justo y el necesario. En el recinto hispalense, esa ausencia de ruido, de contingencia sonora, se interpreta como prudencia, ponderación, respeto, solemnidad, para con la plaza, los toreros y los ganaderos. En Las Ventas, ese ejercicio de reserva y mutismo se consideraría una claudicación a los intereses de organizadores, lidiadores y criadores de toros, algo así como una negación de los derechos de manifestación y expresión cuando de enjuiciamiento de espectáculos se trata, como es el caso de los toros. De esa dicotomía a la hora de hablar del silencio como parte del entorno y desarrollo de una corrida vive el encono entre Madrid y Sevilla con el mundo de los toros como referencia. El público de Madrid, al menos el habitual tanto en festejos de abono como en funciones sin él, entiende su participación activa en la corrida como algo más que la ocupación temporal de medio metro cuadrado, sabedor de que sus reacciones elogiosas o críticas sobre lo que ocurre en el ruedo pueden influir en el balance final de premios o castigos dispensados por la autoridad del festejo. O prefiere exteriorizar sus quejas, censuras y aprobaciones, como legítimas aspiraciones a publicitar su estado de goce al contemplar arte y destreza, o su decisión de afear el trabajo exhibido por así considerarlo debido. Así, el silencio por el silencio es interpretado como dejación de deberes del aficionado que, como si de una declinación sindical se hablase, redundará probablemente en obtención de ventajas para los muñidores de la fiesta: o bien aumentará el rendimiento económico o bien disminuirá el riesgo físico. Ciertamente se mezclan las categorías, con resultado de confusión y caos en este menester del silencio. Véase el asunto del respeto con capacidad analítica y devendrá en injusticia flagrante. No es lo mismo permanecer silente ante unas deliciosas verónicas, observadas con respeto, que hacer lo propio ante una docena de prescindibles derechazos, mirados con idéntica atención. Como no es lo mismo un aficionado que muestra desacuerdo con la presencia de una res con la ayuda simbólica de un pañuelo verde que el silencio respetuoso y consentidor del aficionado que legitima con ello la depauperación del espectáculo. Y así hasta múltiples comparaciones. Claro que casos como el de Jaime Ostos tienen un mejor reflejo in situ si se habla de Sevilla. O el de Blas Romero, El Platanito, insigne vendedor de lotería y ex torero de alternativa, paladín de las oportunidades nocturnas. Al decir de la crónica, también del diario Madrid, de su doctorado en la plaza de Vista Alegre, el 18 de octubre de 1970, el irreverente, de cara al brindis, se colocó frente a la barrera de Domingo Ortega, quien esperaba la distinción, pero el brindante desmintió la presunción a gritos, que oyó toda la plaza: '¿Dónde está este hombre?'. Ante el aturdimiento del maestro de Borox buscó y buscó hasta dirigirse a las antípodas del tendido de origen y encontrar a un buen señor, desconocido para el respetable. En Las Ventas no habría sido anécdota. En Sevilla, sí.
En la Maestranza, entre otras disparidades con Madrid, surge, sobre todas, la del silencio
Antonio Campuzano es periodista.
Babelia
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