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HORAS GANADAS
Columna
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Retorno al pasado

Rafael Argullol

Cuando estrenaron Apocalypse now yo vivía en Estados Unidos y vi la película de Coppola en una popular sala de San Francisco. Fue una sesión accidentada pues desde el primer momento se advirtió que el público estaba dividido en dos bandos muy beligerantes. A cada escena en que los norteamericanos disparaban contra los vietnamitas, una parte del público estallaba en aplausos y, como contrapartida, si eran los guerrilleros del Vietcong quienes tomaban la iniciativa, los vítores partían de la otra parte.

En 1980, la bahía de San Francisco estaba llena de veteranos de guerra, muchos de ellos mutilados, y de antiguos militares críticos con la contienda: formaban este último sector del público. El otro sector lo integraban los mismos jóvenes que ahora tomarían una actitud similar ante el patriotismo violento.

Toda la proyección de la película se vio salpicada por peleas hasta que se produjo una que obligó a su interrupción provisional. Cuando llegó la escena en la que los soldados norteamericanos, completamente enloquecidos, perpetraban una masacre en una aldea vietnamita, la tensión llegó al extremo de que miembros de ambos bandos empezaran a golpearse en la oscuridad. Se encendieron las luces en la sala y durante más de una hora arreciaron los insultos y las provocaciones. Al calmarse algo el ambiente se reanudó la proyección, no sin que los gritos se oyeran hasta el final de la película.

Dos hechos ocurridos estos días me han devuelto esta escena con particular nitidez. El primero ha sido el estreno en Cannes de una versión íntegra de Apocalypse now que incluía fragmentos que Coppola tuvo que desechar hace 20 años por razones comerciales. Una grata noticia, puesto que esta película no es sólo una de las cumbres del cine de la segunda mitad del siglo XX, sino también la expresión más acabada del espíritu de la guerra moderna.

Hay en este sentido una línea de continuidad entre los desastres de la guerra pintados por Goya o Delacroix y la escenificación operística, totalizadora, brutal, con la que Coppola lleva a la pantalla la contienda del Vietnam. De manera significativa este es el último conflicto bélico que mantiene una transparencia ante las cámaras, y no es de extrañar que fuera la contundencia de esta y otras películas la que aconsejó la opacidad con la que transcurrieron, luego, guerras tan devastadoras como la del Golfo.

Pero, además, la obra de Coppola es una incursión extraordinariamente vigorosa en la experiencia del horror, lo cual nada tiene de gratuito si recordamos que su argumento es una adaptación, libre pero fiel, de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad. Donde, en la novela de éste, se enmarca África y el colonialismo del siglo XIX, en la película de Coppola emergen Asia y las guerras del siglo XX, pero los viajes hacia el horror son idénticos en una y otra.

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El segundo hecho va muy unido a esta circunstancia y, al tiempo que evoca la tiniebla de Conrad, parece traer a nuestros días aquella escena de masacre de Apocalypse now que hace dos décadas hizo llegar a las manos a los jóvenes norteamericanos que asistían al pase de la película. Me refiero a un episodio de la guerra vietnamita que ha suscitado una gran controversia alrededor de la figura de Bob Kerrey, ex gobernador y senador por Nebraska.

Según se ha sabido ahora, en 1969 Bob Kerrey, al mando de fuerzas especiales de la Marina, arrasó la aldea de Thanh Phong y dio muerte al menos a 15 civiles, entre ellos, mujeres, niños y ancianos. A raíz de esta acción secreta, tan próxima a la que contemplamos en la película de Coppola, Bob Kerrey fue condecorado con la medalla al honor. De vuelta a casa, el soldado emprendió una fructífera carrera en la política. En 1992 fue candidato a las primarias del Partido Demócrata y, según las informaciones que llegan de EE UU, hasta hace poco aspiraba incluso a un futuro presidencial.

A lo largo de los 30 años transcurridos desde aquel 'incidente' -es curiosa la asepsia del lenguaje militar- Bob Kerrey ha permanecido en silencio. Siempre son misteriosos estos silencios puesto que en ellos juegan poderes contrapuestos: el miedo, la vergüenza, la cobardía, el oportunismo e incluso la mera insensibilidad. Es casi imposible determinar las causas por las que uno puede arrastrar en silencio una negra verdad.

Conrad, por no citar a otros escritores, estuvo permanentemente ocupado con la cuestión de la responsabilidad moral y escribió una novela ya clásica, Lord Jim, sobre el arrepentimiento humano. Claro está que Lord Jim, en lugar de callar, se enfrenta el resto de su vida a lo que fue un esporádico momento de cobardía. Por tanto, habla.

El silencio, por el contrario, nos lleva a un callejón sin salida. ¿Callaba Bob Kerrey únicamente hacia el exterior o también había logrado callar hacia dentro? Sus respuestas, de acuerdo con lo que recoge la prensa norteamericana, son confusas y tanto parece expresar arrepentimiento como alivio. Sin embargo, cuando asegura que todo sucedió hace 'demasiado tiempo' podemos estar convencidos de que miente puesto que el alcance expansivo de la conciencia es aún más duradero que el de la memoria.

Es más sincero Paul Aussaresses, el general infame que de pronto recuerda detalladamente lo que pasó en Argel 10 años antes de la matanza de Thanh Phong. Entramos más fácilmente en la negra verdad de Aussaresses puesto que su silencio ha sido puramente táctico y no sugiere arrepentimiento alguno. Torturó como volvería a torturar, mató como mataría. Si también aquí buscamos el paralelismo cinematográfico, Aussaresses, como militar siniestro, deambula ya por La batalla de Argel de Gillo Pontecorvo.

Prefiero al general francés que al senador norteamericano porque demuestra que nunca hay 'demasiado tiempo' para sepultar el horror: no hay razón de Estado ni cloacas del poder que lleven, bajo ninguna circunstancia, a justificar el encumbramiento de la tortura, el asesinato y la masacre. No basta, sin embargo, con la condena de los ejecutores. Si la tiniebla del ejecutor llena de sombras la efigie del hombre de Estado, es mejor derribar esta efigie antes de hacernos cómplices de la ocultación.

No eran superfluas aquellas viejas deidades griegas, las Erinias, encargadas de recordar implacablemente los crímenes de sangre, incluidos los de los hombres más poderosos. Ante la negra verdad podemos perdonar, pero no ignorar.

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