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Columna
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Atentados selectivos

El saldo de inmoralidad (pero al mismo tiempo de profunda ordinariez política) que ETA nos ha dejado tras las elecciones es el de un economista de El Diario Vasco, Santiago Oleaga, asesinado; un periodista, Gorka Landaburu, herido; y un vigilante jurado aún pálido por lo que le esperaba tras encontrar una bomba fallida bajo su coche. Distinta suerte en cada caso, pero iguales objetivos: la muerte pura y dura, el único lenguaje de ETA.

Nada es interpretable. Contra Landaburu no sólo se atentaba contra el periodismo de este país, sino contra lo mejor del periodismo de este país. Al atentar contra Santiago Oleaga quizás alguien pensaba que atentaba contra lo mismo (o contra el grupo de comunicación que lo sustenta), mientras que al atentar contra un vigilante quizás pensaban atacar a la Universidad, o quizás a su empresa. En el fondo da lo mismo.

El examen de los presuntos objetivos de ETA ha pasado a ser un producto alucinógeno para cualquier analista que aún no haya perdido la razón. Cuando asesinaron al cocinero de una Comandancia de Marina los terroristas quizás pensaban que atentaban contra el Ejército. Daría risa, de no ser algo tan triste. Lo que uno se pregunta es por qué ETA sigue marcándose objetivos. Su estrategia no es sólo el más diáfano exponente del fascismo contemporáneo, sino incluso de la cerrilidad militar. ¿Necesitan estudiar el asesinato de una persona? ¿Por qué elegir los objetivos? ¿Por qué estudiar los pasos, marcar los horarios, seguir las costumbres de tanta gente?

Los asesinos son payasos cejijuntos que aún creen en la complejidad de su oficio. Juegan a estudiar los atentados. Creen que lo suyo es muy difícil. Pasarán días y días reflexionando, con su enflaquecido ramillete de neuronas, cómo acceder a este o a ese individuo. Han visto demasiadas películas. Lo suyo no son complicadas operaciones logísticas. No hacen falta genios militares ni valientes ejecutores: lo suyo es un mero juego de niños.

Y digo todo esto porque me atrevo a sugerirles una mayor economía de medios. Los etarras podrían molestarse menos, obrar con la misma eficacia y aún mayor seguridad: podrían, lisa y llanamente, disparar contra la multitud, abandonar un paquete bomba en medio de la calle, dinamitar cualquier edificio. Son tantos sus objetivos (somos tantos los que les llevamos la contraria) que siempre acabarían acertando.

El fruto de su lúgubre regalo sería, en cualquier caso, una genialidad política. Cae un cargo medio de una institución financiera (atentan contra la banca). Cae un profesor universitario (serviría de lección a los demás). Cae la esposa de un empresario (atentan contra el capital). Cae un vendedor de la ONCE (proveía de cupones a la comisaría cercana de la Policía Nacional). Cae un ciudadano cualquiera (¡albricias! podría tener carnet del PSOE o del PP). Cae un periodista que regresaba de una rueda de prensa (era un txakurra de la pluma). Cae el oficial de un juzgado de primera instancia (temblaría la Audiencia Nacional). Sólo falta que se animen con el clero (al que siempre han dejado al margen de sus cosas). Pero ya no habría problema: si todos los curas llevaran escolta, siempre se podría atentar contra cualquier persona que fuera a misa los domingos.

La estupidez de los atentados de ETA es patética. Podrían disparar a ojos cerrados, absolutamente borrachos, en una inconcebible y lúgubre ruleta. La calle está literalmente atestada de empresarios y periodistas, de guardias jurados, escoltas y policías en día libre, de jueces y fiscales, de empresarios e intelectuales, de hijos y de esposas o de maridos de todos ellos, de cargos públicos o militantes de los partidos democráticos, de sindicalistas ajenos a LAB, de estudiantes ajenos a Ikasle Abertzaleak, de profesores universitarios, de docentes de primaria y secundaria, de trabajadores de centros militares, policiales e institucionales... ¿Para qué diseñar atentados? Que disparen en medio de la calle porque sin duda acertarán.

¿O no es eso lo que, en cierto modo, están haciendo ya?

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