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Columna
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Me parece una obscenidad el psicótico lanzamiento mundial de la película que conmemora lo de Pearl Harbour (no más de unos 2.000 muertos: norteamericanos, desde luego; multiplíquenlo por mil, o más: el valor de una vida norteamericana suele ser incalculable), justo en momentos en que vemos cómo tienen que resistir bajo armas mucho más poderosas los pueblos que han sido empujados a los sumideros de la Historia por los poderosos y sus adláteres.

Me da vómitos sólo pensar en que una productora ha considerado aquel bombardeo (que tuvo el mérito de arrastrar a Estados Unidos a una intervención salvadora que sigo agradeciendo, las cosas como son) lo bastante interesante para el mundo mundial como para desembolsar 25 millones de dólares destinados a narrar, con efectos especiales y la habitual fanfarria patriótica, una historia que los devoradores de palomitas correrán a ver, pagando de su propio bolsillo la glorificación de los de siempre y la conversión de la metralla en espectáculo, de lo militar en gesta.

Y asco me da también la obediencia rutinaria con que los medios de comunicación, convertidos en medios de difusión, se apresuran a hacerse eco de la noticia del estreno, henchidos del habitual seguidismo papanatas. La gala inaugural de esa película obtiene tanto espacio como la tragedia cotidiana de Palestina: that's entertainment, sin duda. Torpe y culpablemente, estamos llamando guerra a lo que es una masacre, y asesinados a los israelíes y simplemente muertos a los chicos de Gaza y Cisjordania que se rebelan con piedras o petardos caseros; presentamos a Sharon como un gobernante respetable, y no perdemos oportunidad para contar lo malo que resulta Arafat para su pueblo... pero, por supuesto, somos muy capaces de explicar qué papel interpreta Ben Affleck. En realidad, en ambos casos nos ajustamos al mismo guión, procedente del mismo bando.

Si tienes los medios, tienes el mensaje. Por eso los pueblos desposeídos, como el palestino, tardarán siglos en hacer películas sobre sus propios y continuados pearl harbours, esas tragedias cotidianas a las que sólo pueden oponer su resistencia, su terca y desesperada negativa a desaparecer de los mapas y de los periódicos.

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