Eugenio de Mora, herido menos grave
Ejecutó Eugenio de Mora el volapié a toma y daca, y salió cogido. El toro, que hacía segundo en la tarde, le tiró dos derrotes certeros: uno en el momento del embroque, otro inmediatamente después y en el aire, cuando el torero aún no había caído de la voltereta. El Juli y un peón se lo llevaron en brazos a la enfermería, mientras el toro, estoqueado en las agujas, agonizaba pegado a tablas. El presidente se apresuró a conceder a Eugenio de Mora las dos orejas que una minoría del público pidió, principalmente -y no es poco- por la emoción vivida y a modo de compensación al torero herido. Y otra parte del público protestó airadamente la atribución que se había tomado el presidente para hacer regalos que no le corresponden.
Discutir los trofeos que se les otorgan a los toreros heridos da cosa, como suele decir -y muy bien- la peña. Sin embargo hay veces en que los aficionados han de venirse arriba, por encima de las cosas, de los respetos humanos y de los isidros, aunque sólo sea para restablecer la justicia distributiva. Que a un torero le pegue una cornada un toro es lo más lamentable del mundo. Pero ello no empece para que sea intolerable que a otro torero (o al mismo, cual era el caso), le correspondan (o le asignen, quién sabe) los dos toros más impresentables e inválidos de la corrida.
La afición estaba amostazada con la circunstancia añadida de que al mencionado diestro lo apodera la empresa de la plaza. ¿Toros sin trapío, cornamenta sospechosa, invalideces, el presidente que se apresura a conceder las orejas, y todo para un torero al que apodera la empresa? Demasiadas casualidades. Y la afición (un servidor con ella) ya está demasiado mayorcita para creer en las casualidades.
El toreo que le hizo Eugenio de Mora al toro de la cogida fue bueno. Se trataba de un toreo templado y reunido tanto por la derecha como por la izquierda e incluyó en sus postrimerías una ligazón de suertes variadas que evidenciaban lo bien aprendida que tiene la técnica y lo alta que traía la inspiración este joven matador. Ahora bien, faltaba la emoción. Cuanto se veía parecía repetir las imágenes de los tentaderos cuando va el ganadero y pide al espada que continue dándole pases a la vaca tentada para comprobar a dónde llegan su codicia y su nobleza.
Se volcó, efectivamente, Eugenio de Mora en el volapié y en el propio acto de cruzar, en tanto hundía el acero por el hoyo de las agujas, resultó prendido, volteado, corneado de nuevo en pleno vuelo... Y no pudo seguir en el redondel. Lo trasladaron a la enfermería, vino el regalo de las dos orejas y parte del público abroncó al palco por semejante desafuero. '¡Fuera del palco!', exigía la afición, que no estaba para bromas.
El disgusto no se pasaría, mas pudo comprobar la afición que todo es empeorable. Espartaco, con toros de casta agresiva, apenas podía ocultar la crispación que le producían y se vio frecuentemente desbordado pese a sus voluntariosas porfías. El Juli, que llevó a los tendidos masas adictas y expectación máxima, estuvo muy valiente aunque también muy vulgar y no lució ni en los diversos quites con el capote, ni en los ventajistas pares de banderillas que prendió, ni en las premiosas y adocenadas faenas de muleta. No era la tarde de El Juli, evidentemente. Fue, en cambio la tarde de Eugenio de Mora, en dos sentidos bien contradictorios. Y lo que son las cosas: apenas nadie había contado con él.
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