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Columna
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Dedicatorias para la final

No es lo mismo que la primera vez. Ni siquiera los nervios tienen el mismo temblor adolescente que nos hacía sonreír ante lo desconocido. Canciones como Les prénoms de Paris de Jacques Brel, recuperadas en aquel momento para la ocasión, pugnan por salir ahora a la luz y me reclaman una presencia testimonial. ¿Por qué tiene que ser Volare, y no cualquier melodía de chansonnier la que deba asociar ahora a un recuerdo agradable? A muchos nos quedará la sensación de que era el año pasado cuando tocaba.

No será lo mismo esta vez. Nosotros no somos los mismos, y no estarán las mismas personas, y aún así, todo se asemeja tranquilo y en calma, como si éste fuera el momento elegido para conseguir que el viaje no sea una vez más la metáfora que los perdedores asignan como valor al itinerario para justificar una derrota.

Lo cierto es que esta nueva convocatoria sin urgencias ni deseos de engordar con la boca el palmarés es más amable y real. Es la de los estudiantes despabilados por el suspenso, y por ello tiene un tinte de septiembre fugaz, de aprobado a la segunda, de los curtidos por saber perder. Por ello la victoria se nos ofrece como una oportunidad a la generosidad. Para dejar a un lado aquella ingenua seguridad de nuevo rico con la que fuimos a París.

En el poema Caminata, de Fervor de Buenos Aires, una humilde calle del barrio de Palermo vuelve a la vida, después de ser descrita por Borges (Yo soy el único espectador de esta calle, /si dejara de verla se moriría). Nosotros, esta lateral y húmeda calle de Europa, hemos vuelto también a la ilusión, porque un grupo de jugadores nos han dicho, nos han contado, nos han visto para la vida.

La victoria para la vida no es para apuntarnos a eso que algunos llaman el club de los equipos grandes. Yo no quiero llamar a la puerta de ese grupo selecto basado en la exclusión de la incertidumbre, compuesto por aficionados que son, en realidad, más que amantes del fútbol, burócratas de la victoria.

Por eso me alegro tanto de no haber caído en la trampa, en el camelo de la final española, esa argucia mediática para conducirnos como corderitos al sacrificio en beneficio de la novena Copa para el Madrid. Ya lo dicen los Salmos: 'No entregues al buitre el alma de tu tórtola, la vida de tus pobres no olvides para siempre'.

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No quiero una victoria para ponernos una chaqueta cruzada que nos separe del mundo. Dejemos a un lado el complejo y ganémosla a lo Toni Manero, a la altura de la fiebre de los años 70, con la melena de Kempes, Mario volvé claro que sí, y el físico de peso pluma de Pablo. Ésta puede ser una victoria para el Racing de Santander, pero también para mi Torino a punto de ascender, la del recuerdo de aquellos campos que nos recibieron bien, para el Logroñés, pero también para los valencianistas de La Safor, de Oliva o l'Alqueria, que soportan ¡ay!, toda esa estúpida retórica de politburó analizando el fútbol de Sang culé, cor català, del boletín del Casal Jaume I. Nosotros a discutir si juega Albelda o Baraja.

Nosotros a ganarla por la Penya Manolo Mestre. Para Arias y su melena de cazadora Graham Hill. Para mostrar a todos que es posible. Y, ¿por qué no?, para el Levante, a ver si encuentra una afición. Y para la salvación del Elche. Y para Fenoll, al que vimos de regreso sin regates en coche de París. Y la memoria de Asensi. Y para Francisco Brines, el primer académico de la Real Academia capaz de distinguir un fuera de juego. Para todos aquellos que formarían la lista de agraciados en un auténtico sorteo de fidelidades, para el ánimo de Juan Martín Queralt, o para el niño ecuatoriano ilegal que pasea orgulloso una camiseta del Valencia por la calle del Trench. Para todos aquellos que piensen que la vida es más compleja y más importante que los títulos.

Por todos ellos, es posible que ganemos. Ya estamos ganando. ¿No hemos ganado ya? Aunque no volvamos a repetir, aunque tengamos que ceder el paso a otros, pero los mismos de siempre, de forma que competir adquiera un significado auténtico en esta piel de toro de bipolaridad futbolística asfixiante. Es posible que ganemos, si dejamos a un lado a los turistas futbolísticos, la obsesión por la presencia física en los eventos, la maldad del reparto de las entradas, con aquel bombo del sorteo, más propio de tarde de bingo con moscas en Benassal. Si pensáramos en el oé, oé, en los saltos de los directivos o en la fonética de Manolo el del Bombo, nadie en su sano juicio sería capaz de desear una victoria.

Nos prepararemos escuchando el Tango del atardecer, de Lalo Schifrin, de la película Tango de Saura, y no sentiremos el dolor por las personas que no llegaron a ir. Pensaremos que de nuevo otra vez será posible, aunque no estemos y haya ausencias dolorosas, y bancaremos por Aimar, y tifaremos por Carboni, y compartiremos los abrazos de la nostalgia.

En la distancia, esta distancia triste, teñida de oscuro, con biberones y tomas nocturnas, de partido compartido con la ilusión infantil, lo importante no será estar, porque somos demasiados para estar. Lo importante, como en el poema de Brines, será esa 'muchedumbre de brasas', poco importa donde brillen. Lo importante, si queremos ganar, será haber comprendido, aunque sea tarde, que para la gloria 'Teníamos que subir todos juntos el más hermoso monte'.

Y una de esas brasas, sincera y querida, una de las más bellas e intensas, se encenderá sin duda, en el cementerio de Oliva.

A la memoria de José Cots Camps.

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