Una reforma para corregir la educación
A lo largo del año que lleva en ejercicio, la ministra de Educación, Cultura y Deportes no ha hecho demasiadas declaraciones contundentes a los medios de comunicación, con excepción de las relativas a la frase leída por el Rey durante la entrega del último Premio Cervantes sobre el castellano. Pero, en contraste con sus predecesores en el Gobierno popular, se ha propuesto reformar la educación en todas sus etapas, tal y como demuestran los textos normativos que está dando a conocer. Que los cambios propuestos sirvan para mejorarlo es una cuestión discutible que debe responderse con un análisis pormenorizado y la prueba de su puesta en práctica.
Los sucesivos Gobiernos socialistas acometieron en los años 80 una reforma en profundidad de todo el sistema educativo que lo ha mejorado en términos generales. La reforma abordada por Pilar del Castillo no se plantea un objetivo tan ambicioso; pretende, en muchos casos, corregir los efectos colaterales no previstos en su momento y responde, en otros, a razones de tipo ideológico. En la enseñanza secundaria, la anunciada Ley de Calidad del Sistema Educativo se propone modificar algunos aspectos de las leyes que definen esta etapa, pero sin poner en cuestión los principios contenidos en la LOGSE. La prolongación de la escolaridad obligatoria hasta los 16 años, una medida deseable y positiva, y la mecánica de paso de un curso a otro en la ESO han creado dificultades en las aulas que los profesores han puesto de manifiesto, mientras que la reducción del bachillerato a dos años y la influencia del examen de selectividad sobre su desarrollo han deslucido su perfil. Pero atajar estos efectos indeseados no es tarea fácil, y las medidas propuestas, como la definición de itinerarios diferentes en la segunda etapa de la ESO o la introducción de alguna forma de reválida, suscitan reacciones encontradas en la comunidad escolar.
En lo que se refiere a la enseñanza superior, se proponen cambios en la organización y el gobierno de las universidades para facilitar su adaptación a las nuevas demandas sociales. Se suprime la prueba de selectividad con carácter general, de forma que las condiciones de acceso sean fijadas por las propias universidades, lo que pone en cuestión un sistema de evaluación académica independiente de las de los centros de secundaria, y puede dificultar la movilidad estudiantil. Se introduce una forma distinta de seleccionar a los profesores universitarios, en dos etapas. En la primera, de carácter nacional, los candidatos obtienen la habilitación para cada cuerpo docente, y en la segunda, las universidades seleccionan entre los habilitados. Pero sería erróneo reducir el problema de la falta de nivel académico de muchos profesores a la llamada endogamia, y ésta a la composición de los tribunales en los concursos de acceso. Se abre también la posibilidad de incorporar al sistema universitario a profesores doctores contratados, que pueden paliar el déficit de oportunidades para investigadores, pero el que ésta sea una alternativa real a la carrera de funcionario dependerá de su instrumentación práctica. Finalmente, se modifica el tratamiento de las universidades privadas, eximiendo a las de la Iglesia de los requisitos que deben cumplir todas las demás, sean públicas o privadas, a saber, una ley del Parlamento autónomo y un informe del Consejo de Universidades. Esta propuesta, injustificable desde el punto de vista académico, parece querer convalidar el dislate perpetrado con las universidades católicas de Ávila y Murcia y consagrarlo como método para reconocer en el futuro este tipo de universidades.
Cayetano López es catedrático de física de la Universidad Autónoma de Madrid.
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