Beckett
En 1931, un mendigo apuñaló en París a Samuel Beckett. El autor de Esperando a Godot quiso saber, tras su convalecencia, qué razones habían animado a su agresor, qué motivos movieron su mano mientras le apuñalaba. Pero Beckett no pudo encontrar nada en la mirada ausente de aquel desconocido que había estado a punto de quitarle la vida para nada, por nada, a punta de navaja. No sería la última vez (ni la primera) que una víctima acude a su verdugo en busca de razones, de palabras, de signos que esclarezcan el enigma supuesto.
Es, en el fondo, el mismo drama absurdo que los vascos llevamos treinta años ensayando. Treinta años preguntándonos qué pensará el verdugo, qué dirá, qué razones tendrá para ejercer su oficio con tanta diligencia. Pero para el verdugo no hay enigmas, todo está meridianamente claro. El torturado no encontrará jamás en los ojos de su torturador ni una leve secuela, ni la más diminuta cicatriz. Arrancarle las manos, los ojos o la vida con un paquete bomba a un periodista, a un concejal, a una mujer o a un un hombre tiene poco misterio, como tiene muy poco misterio el mecanismo de una silla eléctrica, un fusil o un garrote. Nadie pudo observar, cuando los detuvieron, ni un adarme de compasión en los secuestradores de José Antonio Ortega Lara porque, sencillamente, se habían convertido en instrumentos, poco más que el cuchillo con el que apuñalaron a Beckett en París.
Alguien, muy acertadamente, se ha referido a los verdugos de este pequeño país llamándoles autistas. Como los personajes becketianos, nuestros profesionales de la ejecución habitan en un mundo interior sin relación alguna con el exterior. ¿Qué decirles? ¿Qué diálogo imposible establecer con ellos? Nuestros tristes verdugos autóctonos son la apoteosis de la soledad. Alguien los fabricó y los programó para aislarles del mundo. Sus apodos recuerdan a los de ciertos personajes de Beckett. 'Prosigamos', dice el protagonista de El Innombrable, 'como si yo fuera el único que existe en el mundo, cuando soy el único ausente de él.'
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