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Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

Ángel González

Las ciudades modernas son como los océanos, no empiezan ni acaban en ningún sitio, no desembocan en ningún lugar exacto ni tienen punto de partida; y, a estas alturas, ya ni siquiera poseen un centro preciso. Quizá por eso, la mayoría de las personas, habitantes de un mundo inabarcable pero controlado con mano de hierro, un mundo cada vez más público y menos íntimo en el que hay miles de sitios donde ser vigilado y casi ninguno donde esconderse, se sienten hoy en día más confundidas que nunca. Seguramente, a muchas de esas personas les gustaría haber escrito lo que escribe el poeta Ángel González en su último libro, Otoños y otras luces: 'Quién es el que está aquí, y dónde: / ¿dentro o fuera? / ¿Soy yo el que siente y el que da sentido / al mundo? / ¿O es el secreto corazón del mundo / -remoto, inaccesible- / el que me da sentido a mí? / Qué lejos siempre entonces ya de todo, / incluso de mí mismo; / qué solo y qué perdido yo, / aquí o allí'.

Las ciudades no empiezan ni acaban en ningún sitio, pero sí pueden empezar o acabar en una o en varias personas, e incluso reducirse a los límites de esa o esas personas. Ya lo decía en uno de sus Epigramas el escritor nicaragüense Ernesto Cardenal, inspirado por Catulo: 'Si tú estás en Nueva York / en Nueva York no hay nadie más / y si no estás en Nueva York / en Nueva York no hay nadie'.

Desde luego, no hay por qué ser siempre tan radical, pero es cierto que, con los años, cada parte de cada ciudad se va identificando con una persona concreta y se vacía cuando esa persona desaparece: ésta es la calle Lagasca -pienso a menudo-, donde vivía Claudio Rodríguez; Alberto Alcocer es donde estaba la casa-biblioteca de Dámaso Alonso; la calle Princesa es Rafael Alberti; la calle Maestro Pérez Cabrero, de Barcelona, es Jaime Gil de Biedma, etcétera.

Cuando el poeta Ángel González está en Madrid, por ejemplo, Madrid empieza en él, se adapta a él con una docilidad incontestable, como un líquido al vaso o a la botella en que se vierte. Los amigos nos llamamos, entonces, para saber dónde está en cada momento ese kilómetro cero que es durante tres o cuatro días Ángel González: hoy vamos a cenar en este restaurante; mañana estaremos en casa de ciertos amigos; pásate por el bar equis a eso de las once, para tomar unas copas. Aunque, en el fondo, si es para estar con Ángel, el sitio es lo de menos y lo que pase siempre estará bien, siempre será digno de unirse, como decía otro poeta, al sublime séquito del pasado.

Ahora, Ángel ha vuelto a España, una vez más, desde Estados Unidos, y lo ha hecho tanto personalmente como en forma de libro: Otoño y otras luces. Mientras escribo este artículo, él está en el avión, a mitad del trayecto, pero hacia finales de mes irá a firmar algún día en la Feria del Libro de Madrid. Será bonito, los árboles del parque del Retiro se resumirán en Ángel y, a partir de ese día, serán él. Por nuestra parte, los amigos intentaremos que Ángel se niegue, deje de ser ese hombre un poco más triste que de costumbre que acaba de escribir poemas como éste: '¿Ciego a qué? / No a la luz: / a la vida. / ¿Sordo a qué? / No al sonido: / a la música. / Abre los ojos, / oye: / nada ve, / nada escucha. / Como si al mundo entero / una nevada súbita / lo hubiese recubierto / de silencio y blancura'. Aunque, pensándolo bien, ésa es una definición precisa del arcangélico Ángel González: silencio y blancura.

Ángel habla como pocos, pero guarda silencio como ninguno, te escucha siempre, se detiene siempre en lo que le dices: cuando tú estás con Ángel González es como si con Ángel González sólo estuvieses tú, nadie más que tú, por más gente que haya alrededor.

Y con respecto a la blancura, a esa nieve que lo tapa y lo vuelve todo mágico hasta que se deshace, recuerdo una frase que escribió hace muchísimo tiempo Francisco Umbral sobre Alberti y que a Alberti le gustaba mucho: Alberti se ha dejado crecer la melena, decía Umbral, 'para cederle espacio a la blancura'.

Ángel González no necesita ni siquiera dejarse crecer el pelo. Todo él y todos sus poemas están en este mundo tantas veces negro y emponzoñado justo para eso: para cederle espacio a la blancura. Muy pronto, nevará Ángel González sobre Madrid y la ciudad estará preciosa.

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