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Columna
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Democracia sin aire

'... tan leve soy,

tan dentro de las cosas

que camino con los cielos'.

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(Salvatore Quasimodo)

Su estremecedora sencillez nos envuelve. Resulta leve y frágil, pero nada resulta más imprescindible. Porque basta con que la luz y el agua lo abracen para que nazca la más asombrosa complejidad y creatividad conocida: eso que llamamos vida. Que empieza con su llegada al aire y se acaba cuando nos falta. Como el agua es también un producto de la atmósfera, y viceversa, no se nos olvida lo mucho acuático que vive en este planeta.

Todos los seres vivos somos, pues, criaturas del aire, es decir, que caminamos con el cielo dentro. No se puede dar un solo paso sin un hálito previo.

No hay caso de reciprocidad más completa que inspirar y expirar. Nada tan común, ni tan global, ni tan justo al mismo tiempo, como esa porción del aire que a todos nos corresponde, todavía por igual. Nada tan democrático como respirar. Es más, la atmósfera actúa como una amparadora placenta compartida por todos los seres vivos. En ella deambula el clima, que viene a ser el director de esa vasta orquesta que interpreta la composición fundacional: la vida en todos los paisajes. El clima, es más, actúa como principal garante de la seguridad y el bienestar humano en este planeta. Criterio especialmente fácil de aceptar cuando contemplamos las devastaciones que causan sus caprichos negativos. Algo que olvidan los que prefieren escudos contra improbables misiles -que, por cierto, de ser interceptados en la atmósfera causarían daños también irreparables- que mantener activo al verdadero paraguas o escudo global que no es otro que el aire en buen estado de salud.

Resulta ciertamente difícil, pero algún día incluso los republicanos de Norteamérica entenderán que nada amenaza tanto a su seguridad como la degradación de los procesos de renovación de la vida, esos que pasan invariablemente por la calidad del aire.

Con todo, clavar lanzas de humo negro en el tejado azul de los cielos es tarea que con empeño acometen nuestras sociedades del despilfarro. Las goteras son cada día más extensas y las secuelas de tan torpe deterioro certificadas por la comunidad científica. Aun así, es algo consentido, incluso estimulado, porque la inmensidad de lo etéreo parecía aceptar todo insulto, toda mancha. Ahora ya sabemos que no es así. Que la ascendente contaminación atmosférica, de forma casi tan vasta como el mismo aire, nos es devuelta con el peso del calor, con las tiranías de la arreciada esquizofrenia climática y, en consecuencia, con un sustancial incremento de las indeseables secuelas de las casi siempre mal llamadas catástrofes naturales.

La cuantificación del fétido aliento elude, por su enorme magnitud, la comprensión. Al menos hasta que la reducimos al montante que nos corresponde a cada uno de nosotros. Que en el caso de ser ciudadano de los Estados Unidos de América asciende a 25.000 kg de CO2 al año. A multiplicar claro por los 230 millones de residentes en la primera potencia. Si somos parte de la Unión Europea, la cuantía del contaminante derivado de nuestro gasto energético baja a menos de la mitad, pero no deja de ser apabullante el dato de que a cada europeo nos correspondan unas 11 toneladas de venenos. En conjunto se puede afirmar que casi la mitad de la contaminación atmosférica actual es producida por algo menos del 10% de los seres humanos.

Tenemos diagnóstico: ya no caben dudas sobre la responsabilidad directa del exceso de CO2 en el aumento de las temperaturas medias del planeta, cada día más caluroso. Sofoco que puede incrementarse otros 5 grados antes de que acabe el siglo. Por fortuna contamos con una coherente aunque tímida terapia: el protocolo de Kioto. Y hasta la posibilidad de una recuperación total si cambiamos el modelo energético. Pero se está imponiendo todo lo contrario: una situación precientífica, amoral y desgarradoramente antidemocrática que pretende suspender la puesta en marcha de un antídoto que a todos beneficiaría, incluidos los que no quieren aplicarlo.

Si la negativa de Bush y su Administración resulta tan demoledora como esclarecedora no es, una vez más, por el prepotente y soberbio desprecio a todos y todo los demás. Es que atenta directamente contra el sistema democrático. Bush en principio no admite siquiera sugerencias cuando por su parte atenta contra el más común y básico de los bienes globales de la humanidad. De ahí que, mientras los acuerdos internacionales sobre el cambio climático se basan en la deseable reducción de las emisiones contaminantes, esté sucediendo todo lo contrario. Digamos de paso que también en España, donde durante los últimos cinco años los contaminantes atmosféricos han subido un 20%.

Más preocupante, en cualquier caso, es que la decisión de negarse a ratificar el tímido y tacaño acuerdo de ahorro energético de Kioto sólo ha sido posible como forma de cobro por los servicios prestados a la campaña electoral de Bush por parte de las empresas que se enriquecen con el deterioro ambiental, directo e indirecto. Una vez más queda patente que gobiernan más, acaso del todo, los que no pasan por el refrendo de las urnas que los políticos a sí mismos considerados electos. Si el tema fuera local también sería grave, pero el que ahora nos atenaza alcanza la dimensión de lo universalmente irresponsable, sin paliativos. Ante todo porque sacraliza una competencia por completo desleal, basada en los bajísimos precios del combustible y su participación en el producto industrial final de la primera potencia. De acuerdo con lo expresado por nuestro Domingo Jiménez Beltrán, excelente director de la Agencia Europea de Medio Ambiente, los europeos gastamos 240 toneladas de petróleo equivalente por cada millón de euros de PIB. USA eleva ese gasto hasta 410 toneladas, es decir, un 70% más que en la Unión Europea. Por tanto, estamos ante una economía no ya despilfarradora, sino ante todo mentirosa, desde el momento en que no refleja ni los costes reales ni remotamente los ambientales. Éstos, por cierto, todavía no contabilizados por economía alguna del planeta, cuando seguramente son los más altos.

Disminuir los atentados al aire es todo lo contrario de lo que mantiene la política oficial americana: es más barato y, por tanto, más rentable. Al tiempo que más saludable, técnicamente posible, y, socialmente, infinitamente más justo. Incluso resulta ético.

Porque lo que asoma, con densidad diferente a la de otras ocasiones, es que ahora no son geopolíticas, ni mercados concretos que conquistar, mucho menos filias o fobias. El descomunal insulto que los gobernantes de Estados Unidos lanzan contra la totalidad del planeta y de la vida que alberga es realmente una deliberada ceguera. Si acaso sólo tiene como reverso aceptable la movilización de las comunidades europeas, que deberían de una vez por todas ponerse a la cabeza de las rectificaciones ambientales, económicas y morales a escala planetaria. Asumir la responsabilidad de un liderazgo ecológico, que muy pronto sería también cultural y económico. La crisis alimentaria lo está demostrando. La todavía más peligrosa fiebre de la atmósfera llama también a una generalizada rectificación. Porque caminar con los cielos es, además de buena poesía, imprescindible coherencia si nos queremos cada día más y no menos democráticos.

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