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Columna
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Desvalijados

No sé si ustedes saben que cincuenta años después de la muerte de un autor toda su obra literaria pasa a ser patrimonio de la humanidad, lo cual significa que cualquiera puede publicarla sin permiso y ganar dinero con ella sin tener que pagar un porcentaje a los herederos del autor. Está bien, ¿verdad?, este principio de inspiración comunista. Es raro que no se aplique a las obras de los artistas plásticos ni a las herencias que legan los abuelos en sus testamentos. Tan hermoso como que los Episodios Nacionales nos pertenezcan hoy a usted y a mí sería que allá por 2040 todos los hombres pudiéramos, por turnos, colgar a la cabecera de nuestra cama el auténtico Cristo de Dalí o disfrutar de la fortuna que amasó hasta su muerte el fundador del imperio Botín.

Resulta paradójico que la sociedad no cuestione la herencia perpetua de los bienes inmuebles, levantados al fin y al cabo con el trabajo de terceros, y que en cambio sí reclame la propiedad intelectual, que por definición se elabora siempre sin la participación de otros hombres si es que no se hace con su abierto rechazo y abandono. Se trata, supongo, de una manifestación más del menosprecio que despierta en la sociedad el ocioso trabajo de los escritores. Lo digo porque una vez muertos no sólo se les niega la propiedad de su trabajo, sino cualquier tipo de control sobre su obra.

Nadie le reconoce a un escritor muerto su derecho a la intimidad, ninguna ley protege su voluntad artística, ni existe modo alguno de impedir la publicación de textos que sus autores olvidaron quemar o que no quisieron publicar ni muertos. Para contravenir su deseo se invocan altos principios de interés universal que nadie se tomaría en serio si yo me presentara en el palacio de la Duquesa de Alba y dijera Cayetana, traiga usted aquí, y me pusiera a cerrar operaciones con las fincas que su abuelo nunca pensó vender, y además me quedara con el importe de las compraventas. Que no, que este comportamiento no traduce otra cosa que desprecio encubierto de admiración.

Lo he visto claro estos días en el caso de Pedro Antonio de Alarcón. Invocando la providencial circunstancia de que el escritor, cien años largos enterrado en un cementerio de Madrid, había nacido en el pueblo granadino de Guadix, la corporación municipal ha rescatado cuatro huesos de un pudridero madrileño, los ha cubierto con una bandera y los ha vuelto a enterrar con gran solemnidad en una tumba local. No importa que el escritor granadino saliera muy joven del pueblo y prometiera que jamás volvería a él; carecen de valor los documentos que prueban una relación conflictiva con su familia y con sus paisanos; de nada vale que quisiera ser enterrado sin pompas en Madrid.

Primero el Estado disuelve los derechos sobre su obra y después los políticos municipales se pasan sus voluntades por el forro. 'Él quiso una tumba anónima', ha dicho el alcalde, 'pero nosotros hemos decidido levantarle el castigo'. Con un par. La frase resume involuntaria, pero perfectamente, la soberbia de los políticos, que en realidad no buscan honrar al escritor (porque un escritor no es un fémur putrefacto), sino honrarse a sí mismos y salir unos días en los periódicos.

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