Sexualidad y creación literaria
La relación establecida por Freud entre sexualidad y creación artística causó en su día gran sorpresa y desconcierto. Hoy, cerca de cien años más tarde, aún sigue causándolos. Sorpresa, desconcierto y también rechazo, tanto en algunos lectores como, sobre todo, en algunos escritores. 'Eso valdrá para otros, no para lo que yo escribo', dirá más de uno. Y argumentará que su obra está inspirada, por ejemplo, en los Evangelios o en las leyendas románticas o en los cuentos de hadas, con lo que, de estar oyéndole, la sonrisa de Freud no haría sino crecer según nuestro escritor fuera entrando en detalles. Y con Freud una buena parte de quienes lean ahora estas líneas. Y es que, si bien no hay motivo alguno para aceptar a pies juntillas las teorías de Freud, y de hecho casi nadie las acepta por entero, lo cierto es que sus intuiciones contienen casi siempre elementos valiosos, aunque sólo sea como punto de partida.
Así, por ejemplo, puede pillar por sorpresa la afirmación de Freud de que la precocidad sexual suele indicar, en el sujeto, una inteligencia superior. Pero hay que darse cuenta de que esa precocidad -por lo general todavía no realizada, con frecuencia sublimada- es sólo un aspecto de un interés más amplio por la vida y, en este sentido, una manifestación de inteligencia; basta situar a Freud en su contexto. Y de hecho, salvo las excepciones mencionadas al principio, fruto de la ignorancia más que de la cortedad, ya no hay persona mínimamente leída que no acepte la existencia de algún tipo de nexo entre sexualidad y creación literaria, entre el impulso sexual y el impulso que lleva a un escritor a escribir lo que escribe. Podrá chocar que Freud identifique ese impulso creador con la sublimación de determinadas perversiones o aberraciones sexuales del que escribe, lo que tal vez, dicho tan abruptamente, resulte algo fuerte. Pero de nuevo hay que situar a Freud en su contexto, ya que si por una parte el amor es en sí mismo una sublimación del impulso sexual -lo que viene a equiparar el impulso amoroso al impulso creador-, por otra está claro que lo que Freud llama perversiones o aberraciones sexuales -en la medida en que situadas fuera del bastión familiar y de la aceptación social de la época- son hoy prácticas eróticas comunes que a nadie escandalizan. Lo que importa ahora es destacar que el impulso creador y el impulso amoroso surgen de áreas muy próximas y obedecen a mecanismos muy similares; en toda cultura, una de las primeras manifestaciones del impulso creador suele consistir, precisamente, en dar expresión literaria al impulso amoroso. Con independencia, no obstante, de que el texto escrito tenga o no un contenido sexual manifiesto, así como de que su autor lleve una vida sexual muy activa o, por el contrario, fuertemente reprimida.
Estrechamente relacionada con esta cuestión se plantea con frecuencia una segunda que, más que derivar de la primera, la suplanta o sustituye: la posibilidad de que la creación literaria se halle íntimamente vinculada no ya a la sexualidad sino a la homosexualidad. Son muchos, en efecto, los ejemplos que pueden ofrecerse en los que a la condición de escritor va unida la de homosexual. Claro que no menos larga resulta la lista de escritores contemporáneos heterosexuales. Vale la pena subrayar lo de contemporáneos dado que en lo que se refiere a otras épocas no tiene mucho sentido confeccionar listas. Ni en Grecia ni en Roma, por ejemplo, existía el concepto que hoy se tiene de homosexual ni, en consecuencia, la palabra que designara ese concepto. La Edad Media, por su parte, también igualaba en reprobación y condena -en la otra vida y en ésta- toda clase de acciones impuras. Tampoco los bujarrones de Quevedo tenían demasiado que ver con ese concepto, descendientes directos como eran de la literatura latina.
Homosexualidad y homosexualismo son figuras que se crean a finales del siglo XIX. Figuras respecto a las cuales el proceso y condena de Oscar Wilde desempeñó un papel equiparable, como punto de inflexión, al que el caso Dreyfus desempeñó respecto al antisemitismo. Muy poco después, Marcel Proust habría de tipificar esa figura en La raza maldita, escrito en el que anticipa uno de los grandes temas de En busca del tiempo perdido; una tipificación muy poco halagüeña para todo aquel que, como el propio Proust, fuera homosexual. Tal vez por ello tanto sus escritos como los de Freud sean en la actualidad rechazados por los teóricos del movimiento gay en la medida en que influidos por los prejuicios de la época. André Gide, por el contrario, representaría el prototipo de espíritu libre, limpio de toda adherencia moral heredada. De ahí en adelante, una amplia gama de homosexuales militantes, como Genet; de homosexuales solapados, como Mann; de homosexuales tardíos, como Aragon. De lo que resulta que entre un homosexual y otro hay tantas diferencias como entre dos heterosexuales, hecho que nunca debiera haber dejado de ser evidente.
El equívoco tal vez proceda de ese lugar común propuesto por algunos teóricos del movimiento gay, según el cual ser o no ser homosexual es una opción. Cuando no lo es: ni el homosexual ni el heterosexual pueden optar en un momento dado por ser lo contrario de lo que son. Y es que la diferencia no estriba en la realización de unos actos que en la práctica son intercambiables cuando no idénticos y, en tal sentido, escasamente significativos. La diferencia se refiere a una relación que, en lo esencial, es o debiera ser amorosa y cuyo núcleo es por supuesto sexual; una relación que, si tan satisfactoria resulta, se desea continuada y estable. En otras palabras: la otra mitad de la naranja escindida en la noche de los tiempos. El que esa otra mitad con la que todo se comparte sea o no del mismo sexo no es una opción; es algo que no puede ser de otra manera. Por lo demás, ni la intensa actividad sexual del cavaliere Giàcomo Casanova hizo de él mejor narrador, ni el hecho de ser homosexual hará del poeta un Cavafis si carece del talento poético de Cavafis.
Una última cuestión de relieve es la que se refiere a la incidencia que esa relación entre impulso sexual y creación literaria pueda haber tenido en el hecho de que el número de escritoras haya sido históricamente muy inferior al de escritores. Y que, salvo contadas excepciones -cuyo mejor exponente fue Safo-, las mujeres se ciñeran sobre todo a temas místicos o religiosos y, ya en el siglo XIX, a historias románticas, con frecuencia bajo seudónimo masculino. Se trata de una cuestión realmente compleja que requeriría un análisis independiente. Por el momento, sin embargo, me atrevo a sugerir que este asunto no es ajeno a lo dicho hasta ahora. Sería en verdad muy equivocado pensar que la mujer fue menos dada a la creación literaria debido a que su preparación cultural era inferior, ya que no era inferior. Al contrario: si en las clases populares hombre y mujer compartían la condición de iletrados, en medios burgueses y cortesanos las mujeres poseían probablemente una mayor cultura. Ahora bien: en la medida en que su sexualidad estaba inhibida, mediatizada o subordinada, también lo estaban su capacidad creadora y, en general, su personal actitud ante la vida. La causa de que en el pasado hubiera menos escritoras hay que buscarla, así pues, en esa situación subsidiaria, en el acatamiento del papel socialmente establecido que se le adjudicaba. El que hoy el número de escritoras sea probablemente superior al de escritores es fiel reflejo de los cambios que en este terreno se han producido.
Luis Goytisolo es escritor.
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