Por los vivos y por los muertos
Ya sé que son asuntos de y para los vivos, pero cada vez que se celebran elecciones en tierra vasca me acuerdo más que nunca de los muertos a manos de ETA. Siento que es la mejor ocasión de 'hacer justicia' a estas víctimas, quiero decir, de ofrecerles algo así como una simbólica reparación para que no hayan muerto del todo en vano. ¿En nombre de qué fueron asesinados? Pues lo más digno será defender lo contrario. ¿Cuáles eran las inclinaciones políticas de la mayoría de ellos? Pues pronunciaré en voz alta esa opinión que ya no pueden emitir y haré mío ese voto que tan barbaramente se les ha impedido depositar.
Son esos muertos quienes nos recuerdan aquí y ahora lo principal. A saber, quién es nuestro mayor y común enemigo, no el adversario mío o de aquél, sino el enemigo de todos; no ya el que nos devuelve a una situación predemocrática, sino el que nos mete a tiro limpio en un estado brutalmente prepolítico. Pero esos mismos muertos son la prueba irrefutable de que aquel enemigo de todos lo es más de unos, a los que vuelve objeto preferente de sus atentados, que de otros, con quienes hasta puede suscribir acuerdos de investidura, de gobierno y de mucho mayor alcance. Eso sin contar la camaradería cotidiana. Por algo será, y habrá que explicarlo de nuevo para vergüenza suya y provecho del elector juicioso.
Arzalluz, el malo, dirá que comparten con ETA los fines, pero no los medios; Ardanza, el bueno, nos asegura que no comparten ni medios ni fines. Ambos se esfuerzan en ocultar aquello en lo que de veras comulgan todos, sus premisas o postulados básicos. Están repetidos hasta la hartura en el último manifiesto programático del PNV: 'el Pueblo Vasco es un sujeto dotado de identidad propia', una 'realidad innegable', con 'derecho a un status político propio', 'derechos preexistentes a la Constitución Española' y así sucesivamente. Y eso tal vez no desemboque en idénticas aspiraciones, si ellos lo dicen, pero origina consecuencias letales. Mientras los más bestias se creen así legitimados para quitarnos la vida (¿acaso no estamos conculcando aquellos derechos?), a muchos otros les tienta limitar la ciudadanía de tantos vascos que rechazamos aquella fe.
Es que, a diferencia del nacionalismo brutal, el moderado afirma también y simultáneamente lo contrario de lo anterior. Ahora resulta que en la sociedad vasca hay un 'diverso grado de desarrollo de la conciencia nacional', 'diversas realidades y situaciones políticas diferenciadas', 'pluralidad de identidades concurrentes', 'coexistencia de muy diversas conciencias nacionales', etcétera; o sea, lo que bien sabemos. Lo malo es que son afirmaciones rigurosamente incompatibles entre sí: o hay Pueblo Vasco único o hay sociedad vasca plural, pero no las dos cosas a la vez. La gravísima responsabilidad de ese nacionalismo estriba en mantener tan explosiva contradicción, y su reto más urgente es deshacerla. Le bastaría tomarse en serio la idea de que aquellos derechos del Pueblo deben proclamarse sólo 'si esa es la voluntad de los respectivos ciudadanos', dado que, 'en caso contrario, se hurtaría la voz real de nuestra sociedad'. La hallará en su propio documento.
Pues para el creyente en el Pueblo no hay elecciones que valgan, porque desde el ser ya no hay nada que decidir, salvo seguir siendo lo que desde siempre se es. Su 'ámbito de decisión' es el ámbito de lo ya decidido, y una de las cuestiones resueltas es que no serán tenidos por ciudadanos plenos más que quienes se sientan miembros de esa nación... Por el contrario, sólo en una sociedad ideológica y políticamente plural cobra sentido convocar elecciones y decidir lo que se quiere ser. Por eso, cuando los partidos nacionalistas preguntan retadoramente estos días si los demás vamos a respetar los resultados de las urnas, olvidan aclararnos si ellos aceptarán en adelante los principios de toda consulta democrática. O si seguirán considerando más rentable despreciar el de igualdad ciudadana (para urdir el censo nacional vasco) así como el de representación política (con vistas a montar su Udalbiltza), entre otros.
Lástima que sus voces críticas sean pocas, cuitadas y respetuosas de todos los principios salvo el de congruencia. Hace un mes Ardanza propuso con solemnidad que, 'reconocida la existencia del conflicto..., se pospusiera su debate a que se superara definitivamente el terrorismo'. Santo y bueno. Apenas dos folios después sostenía el ex-lehendakari que hay que situar ese problema en un mundo en el que 'las identidades se permeabilizan y comparten'; en una Unión Europea, 'en la que las soberanías se diluyen'; y en unas estructuras políticas, en las que el concepto de ciudadanía se hace cada vez más neutro respecto de las pertenencias naturales -étnicas o culturales'. A ver dónde hay que firmar. Pero si el nacionalismo vasco aceptara las identidades compartidas, se despreocupara de la soberanía y comprendiera que la pertenencia étnica no tiene que determinar la ciudadanía..., díganme, ¿qué de razonable quedaría en aquel 'conflicto' y de qué habría que debatir?
Para ayudarles a resolverlo, nosotros proponemos construir una sociedad en que rijan los mismos derechos y deberes civiles para todos. Y habrá quedado claro que eso no es posible, hoy por hoy, más que mediante un duradero gobierno no nacionalista. Porque el problema vasco no es la paz, sino una paz políticamente justa. Lo que está en juego es nada menos que reconocernos una común ciudadanía, es decir, como sujetos políticos libres. Sólo desde esa condición común podremos discutir acerca de lo que nos separa. Sólo desde esa igual ciudadanía podremos combatir las inicuas desigualdades que subsisten. Sólo una vez alcanzada esa justicia política -¡por eso es tan urgente!-, podremos encarar las tareas de una justicia social. Y sólo después optaremos por la derecha o la izquierda partidarias, porque antes no tenemos más opción que salvar el umbral mínimo democrático. Esto lo entiende cualquiera que, sabiendo distinguir en la democracia el grano de la paja, padezca la tragedia vasca y reflexione sobre sus causas. Se empecina en ignorarlo ese progresismo reaccionario para el que la peor calamidad que nos amenaza el día 13 sería el ascenso del PP y el presunto vasallaje del PSE... Que Dios le conserve la piedad y la vista.
Entretanto, un síntoma de la desigualdad ciudadana presente (y, según cómo vayan las cosas, premonición de la futura) sería el muy desigual reparto del miedo entre los ciudadanos. Además del asco, el miedo nacido precisamente de haber sido dejados solos, el miedo de los valientes entre tanto cobarde. Este miedo va por barrios y en los nacionalistas, que se sepa, ni dimiten aterrorizados sus concejales ni sus partidos tropiezan con especiales dificultades para formar sus candidaturas electorales. Seguramente es cierto, eso sí, que aumentan entre los suyos los indignados con las vilezas de ETA y arrepentidos del crédito que le extendieron. Por eso a los ingenuos nos da por pensar que entre los simpatizantes de PNV y EA van a surgir gestos inesperados. Por simpatía con los perseguidos que ni se atreven siquiera a acudir a las urnas, como reparación de tamaño atropello, habrá quienes decidan no votar. Para éstos su abstención es cosa de pura decencia. Sencillamente les daría vergüenza aprovecharse de esa forzada inferioridad electoral de sus adversarios.
Si no abundan estos u otros gestos, será que bastantes nacionalistas disimulan como pueden otro género de miedo. Es el hondo temor a confesar -ante las víctimas, los oponentes, los correligionarios y, sobre todo, ante sí mismos- tanto mal como se ha consentido y tanto tiempo durante el que han callado. Quien lo soporta sabe que ni su partido ha cometido crímen alguno, por Dios, ni tampoco ha animado a que se cometa. Pero debe saber también que los crímenes se perpetran invocando creencias conformes con las suyas y contra el resto de conciudadanos y sus ideas; de modo que, si alguna vez fue víctima del anterior verdugo (el franquista), hace tiempo que el verdugo actual le ha puesto de su lado. En todo caso, sabe que ya se ha sufrido demasiado y sospecha que alguna culpa le incumbe en ese injusto sufrimiento.
Pero hay un mecanismo psíquico que suele reprimir nuestros actos de contrición. Un conocido experimento dejó probado la creciente dificultad de todo sujeto, habituado a cumplir la orden de aplicar una descarga eléctrica gradual e insensiblemente superior sobre otros individuos, para dar por terminada su perversa tarea. ¿Cuándo será el momento de decir que ya no quiere seguir adelante? A lo peor, nunca, pues ¿por qué ha de ser hoy, si la descarga que le toca suministrar apenas ha crecido respecto de la que ayer y anteayer aprobó sin hacer ascos? El probable reproche de no haberse rebelado a tiempo dificulta la marcha atrás de esa persona: cada día que pasa sin romper su atadura, se halla más atado y le resulta más injustificable desatarse. Sería bueno preguntar cuántos en el País Vasco -obedientes a alguna autoridad 'popular'- están presos de una trampa parecida so capa de virtuosa fidelidad. Lo que tantas veces han votado, disculpado, declarado, concedido o argumentado... les empuja a 'no enmendalla'.
Sea como fuere, háganme el favor de no llamar democráticas a unas elecciones en las que los bandos en pugna no gozan de igual libertad entre sus electores ni entre sus elegibles. ¿O aún no está claro que en Euskadi sólo unos tienen hoy asegurado el ejercicio de los derechos de asociación y de expresión? ¿Y no es cierto que la mitad de los candidatos, todos los de un lado, se juegan la vida precisamente por serlo? ¿Cómo no vamos a estar entonces autorizados a decir, cuando ganemos estas elecciones, que eso ha ocurrido a pesar de tan cruciales diferencias y a fin de acabar para siempre con ellas? Democráticas serán las siguientes, tras que hayamos vencido en éstas. Será el momento en que los supervivientes comencemos a pagar la deuda contraída con tantas víctimas abandonadas. Pues hemos de votar por el bien de los vivos, desde luego, pero sin olvidar la causa de aquellos muertos.
Aurelio Arteta es catedrático de Ética y Filosofía Política en la UPV.
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