La vida era esto
Que los sueños no suelen coincidir con la dura, hirsuta realidad es algo que sabemos de antiguo pero que desde hace un tiempo parece preocupar especialmente a guionistas y realizadores británicos, vaya uno a saber si porque Tony Blair les salió rana, porque todavía están pagando los excesos thatcheristas o porque el target buscado, el público joven, parece demandar especialmente este tipo de ficciones: dos películas recientes tan atendibles como Wonderland, de Michael Winterbottom, o Metroland, la adaptación de la interesante novela de Julian Barnes, ya recorrieron los mismos senderos por los que, con menos talento e inspiración, todo se ha de decir, se adentra ahora el novel John Strickland.
Obra de debutantes absolutos -lo son el director, el guionista y una nada despreciable parte de los intérpretes-, producida por el director y productor estadounidense Taylor (Oficial y caballero) Hackford, Greenwich meat time es un tanto ruidoso drama sobre la difícil integración en el mercado laboral de unos graduados ingleses de hoy mismo, cogidos por la trama en un prólogo que los muestra el día de su graduación -todo sueños: la vida por delante- y retomados algún tiempo después, cuando sus existencias están acomplándose a la de los adultos.
Buena música
La excusa argumental la ponen tanto los orígenes diversos (de clase, de raza) de los integrantes del elenco como la (buena) música que impregna su banda sonora, no obstante un poco demasiado omnisonante, no en vano el filme está pensado para plateas juveniles, fáciles consumidoras de piezas de DJ varios, jungle jazz y otras modernidades con que Mr. Strickland y sus ayudantes nos obsequian. Pero el eje dramático son los avatares de tres de los neoprofesionales, celosos de sus arriesgadas creaciones musicales (la enésima revisitación del tema de la prostitución del arte por el dinero) y de un cuarto, un pijo aspirante a productor que ejerce de nuevo, más bien patético y decididamente fracasado Mefistófeles, con la coda de un accidente sufrido por el más bullicioso y genial de sus amigos, que los involucrará a todos. No faltan, es obligatorio, los buenos sentimientos ni las caídas en el abismo en forma de malentendidos, drogas y amores traicionados.
Un guión poco trabajado, que en ocasiones deja en el limbo a determinados personajes, sin mayores explicaciones, hace peligrar la función. No obstante, ésta se salva por la coherencia con que Strickland lleva hasta sus últimas consecuencias la un tanto previsible trama de relaciones interpersonales, vida comunal, posiciones artísticas defendidas con encono y la sombra amenazante de la sospecha de que la vida adulta decididamente no es, para los jóvenes actuales, lo que era. De ellos es en parte la culpa -no hay aquí, como en tanta ficción estadounidense sobre temas parecidos, la salvífica justificación de la conducta de los jóvenes-; y el filme se empeña en documentar tan pesarosa, dramática circunstancia.
Babelia
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