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Ablación y relativismo

Segarle el clítoris a una criatura es una agresión que el Código Penal sanciona. Con todo, si esta ablación la ejecutan inmigrantes, intelectuales hay por aquí que vacilan y ponen en duda el castigo. Es la reducción al absurdo de la superioridad jerárquica de los particularismos culturales versus el universalismo moral. No creo en la homogeneización cultural, pero en nombre de la diversidad no soslayemos el dictado de la razón, que es común, aunque no compartida.

Existe una confusión ética con respecto al rito de la ablación del clítoris. Empecemos por abordar una cuestión todavía tabú en el sector del Olimpo humano: la gran estafa del relativismo cultural, de que todas las culturas son igualmente válidas e igualmente valiosas. La presunta superioridad de la cultura europea, se dice, es un mito insoportablemente arrogante. Yo estoy muy satisfecho de que recientemente la ciencia nos haya hecho saber que razas no hay más que una; me contentó leer hace muchos años a un jesuita español del siglo XVIII (siento haber perdido su nombre) según el cual las comparaciones individuales entre europeos, indios, negros, son idiotas. Sume usted la inteligencia de diez millones de cada uno de estos grupos (escribió el jesuita) y hallará que los resultados son los mismos para todos. Bravo. Hoy creemos, quienes lo creemos, que todo ser humano tiene el mismo derecho a la educación, a la sanidad, a un trabajo digno según las respectivas capacidades, etc. Pero si un servidor hubiera crecido en un entorno comparable al de Bertrand Russell y hubiera recibido la esmerada educación que recibió él, no por eso habría producido obras de la misma calidad. Seguiría distanciándonos un ingrediente esencial, la inteligencia.

Cuando en el siglo XVIII el gran Turgot se lamentaba de los muchos talentos devastados en el campo o en la mina, no quiso decir, pienso, que de educarlos, todos estarían a su altura, la de Turgot; quería decir, sencillamente, que aquella sociedad injusta propiciaba, entre otras cosas, un despilfarro de talento. De lo que hoy llamamos recursos humanos. La tesis de que todas las inteligencias son iguales ha sido asumida por algunos científicos idealistas, para quienes una sola frase impactante oída en la infancia podía dejar en asno a quien podría haber sido un genio.

Con harta frecuencia, la reacción a un fuerte o no tan fuerte estímulo externo imita al péndulo: de un extremo al otro. Así es como se ha degradado intelectualmente el movimiento feminista, que, dicho sea de paso, nunca trepó las más altas cumbres. Intelectuales de segundo orden, como Betty Friedan o Germaine Grier (La primera dice ahora, si es que no se ha vuelto a arrepentir, que el orgasmo es una horterada). En suma, de las dos variables que estructuran la personalidad humana, una, el entorno social, es modificable y, en efecto, ha pasado por una honda evolución en las últimas décadas. La otra, la genética, aún está verde, pero madurará en cuestión acaso de años.

La desigualdad entre culturas nada tiene que ver con factores genéticos y es de bien nacidos creerlo así. Circunstancias históricas y geográficas bastan para explicar el fenómeno. Y como bastan, deben bastarnos. La antropóloga Margaret Mead (que enseñaba en la misma universidad neoyorquina que yo y a la que tengo el honor de haber conocido) estudió a fondo la cultura de Samoa. Cuando volvió a la isla 25 años más tarde (Samoa revisited) aquella sociedad se había occidentalizado y había mejorado en tercio y quinto. La gente, mejor comida, mejor educada, más saludable, no parecía querer el regreso a sus antiguos modos de vida. El relativismo cultural era una estafa. Sin ese arma, el gran expolio que los europeos cometimos en África sin ir más lejos (y seguimos cometiendo), no habría sido un camino de rosas. Désele alientos a una cultura que no hace uso de sus riquezas naturales, pues no las necesita. Saquearemos el subsuelo y parte del suelo a cambio de una pitanza, con tal de que los naturales sigan creyendo que lo valioso es el coco y la yuca y que no andamos bien de la cabeza con ese empeño en llevarnos pedruscos. Todo es relativo, de modo que tan meritorio es saber tejer como escribir Ana Karenina o inventar una vacuna contra la tisis. Según una reciente encuesta estadounidense la mejor voz del siglo es Frank Sinatra, al que le siguen otros nueve vocingleros, entre los cuales no se encuentra, naturalmente, ningún Fisher Diskau, ningún Jaume Aragall ni el Dios que los fundó. De modo que en España se extiende la práctica de la ablación del clítoris, tan arraigada en la cultura de un sector de nuestros inmigrantes.

Escribió José Luis Ferris, columnista de EL PAÍS en estas páginas (y a quien leo con placer) que 'para los subsaharianos la práctica de esta extirpación es tan natural como puede ser para nosotros la perforación del lóbulo de un neonato o el bautismo de una criatura bajo el agua bendita'. Esto no se aviene con los informes que se van acumulando. Hay países de ese mundo en los que la ablación es delito grave; se extiende la fuga, para evitar la ablación, hacia los países occidentales y estos suelen dar asilo. (España se dispone a hacerlo). Existe una incipiente rebelión de las víctimas contra esta práctica que, por cierto, lo tiene todo que ver con la tradición y nada con el islam.

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'Hay que relativizarlo todo', dice Ferris en su columna. ¿Todo?, sigo disintiendo amablemente. ¿Julio Iglesias es tan bueno como Vivaldi? ¿No hay que trascender entonces las peculiaridades culturales en nombre de valores universales, como por ejemplo de los derechos humanos, los derechos del niño? ¿Hay que apuntarse al relativismo moral y dejar que manden las 'venerandas tradiciones', como llamaba Baroja a la barbarie? Racionalista como soy miro con lupa las tradiciones y recelo hasta del Derecho positivo; mientras creo en la ley natural y sólo a ella me acojo. Si bien reconozco que, en cuestiones culturales o de gusto, el relativismo, que equipara el valor de las cosas, no es fácil de combatir, excepto en casos tan obvios como el de la ablación del clítoris. Este país no debe permitirla ni aún cuando se lleve a cabo en el país de origen, durante una viaje de vacaciones. La niña ha de volver tan entera como se fue. Eso, o la revocación del permiso de residencia.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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