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LA CRÓNICA
Columna
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Diarrea

Estimulado por las declaraciones de la ministra Pilar del Castillo, decido asistir a la conferencia La diarrea y su tratamiento, que tiene lugar en el Colegio de Farmacéuticos. La imparte el doctor Carlos Martínez, coordinador médico de unos laboratorios especializados en suero oral. Primera sorpresa: la moderna sala de actos del colegio está llena de un público mayoritariamente femenino formado, deduzco, por estudiantes de farmacia y profesionales del sector. En el vestíbulo, se reparten opúsculos sobre la materia, entre los cuales destaca la guía Consejos al viajero, que pretende ayudar a los amantes de la aventura no sólo turística, sino también intestinal. Junto a estas publicaciones, los laboratorios patrocinadores del acto regalan muestras de un suero en tetrabrick que, por lo visto, es mano de santo cuando vas más suelto de lo estrictamente indispensable. Es mi caso. Desde que, en una infausta y lejana noche de verano, se me ocurrió zamparme un cóctel de gambas en un restaurante de cuyo nombre no quiero acordarme, siento por la gastroenteritis y sus secuelas una mezcla de terror y fascinación. Esto, sumado al momento político y futbolístico que estamos viviendo, me ha traído hasta aquí.

Empieza el acto. El doctor Martínez utiliza las transparencias para ilustrar su charla, pero, sin ánimo de ofender, la espectacularidad de las mismas deja mucho que desear. El estilo del doctor es divulgativo-pedagógico. En pocos minutos, hace una sucinta exposición sobre tan resbaladiza materia. En menos de una hora, nos informa de que los niños son las mayores víctimas de las diarreas y que conviene actuar enseguida para evitar una fatídica y mortal deshidratación. La retórica no es el fuerte del conferenciante. Domina el tema aunque, a mi juicio, le falta esa pizca de ironía que distingue a los grandes oradores del común de los ponentes simplemente correctos. No me quejo: he venido aquí a aprender y estoy aprendiendo un huevo. Por ejemplo: descubro que tenemos distintos compartimentos líquidos corporales, y espacios intracelulares rellenos de potasio. A veces me pierdo, pero lo disimulo con cierta elegancia y, para compensar, me dejo llevar por el sonido de palabras y conceptos como hipotónico, osmótico, hipertónico, electrolítico, Rotavirus, enterotóxico...

En un momento dado, me parece entender que la exposición del doctor Martínez entra en una fase radical. Por lo visto, eso de someternos a ayunos y dietas cuando sufrimos una diarrea está superado. Una vez que el organismo empieza a aceptar las primeras sales y líquidos, conviene recuperar cuanto antes una alimentación normal. Esta afirmación produce cierto estupor entre los presentes, acostumbrados a morirse de asco con arroz y pescado hervido cada vez que Doña Diarrea viola sus defensas intestinales. Pero el conferenciante no se queda aquí. En su opinión, cortar radicalmente la diarrea con medicamentos no resuelve nada. 'Cortar es poner un tapón', afirma. Es partidario de tratar la infección en lugar de cortarla, de recuperar, con métodos naturales (y con el consumo de sueros orales como el que los laboratorios patrocinadores representan), la normalidad. Se refiere, sin titubear, a una terapia basada en 'soluciones de rehidratación oral', y aunque las transparencias no están a la altura de la convicción de sus argumentos, detecto cierta incredulidad entre los presentes.

Durante unos minutos, el ponente trata el tema de una de las diarreas más comunes: la del viajero. Por lo visto, si uno sobrevive al síndrome del pasajero de la clase turista es muy probable que, al llegar a su destino, pille una gastroenteritis del carajo que mutará provisionalmente su anatomía y la dividirá en cabeza, tronco, taza de váter y extremidades. Entre las interesantes recomendaciones que aparecen en la guía Consejo al viajero, me quedo con ésta, de filosófico contenido: 'Proteja sus alimentos de insectos y roedores'. En otro momento de la charla, el doctor arriesga y, refiriéndose a las limonadas alcalinas como solución a un desequilibrio electrolítico, opina: 'El limón no tiene tanto potasio como se dice'. Tamaño descubrimiento me deja sin habla. Pobre limón, pienso. Toda la vida pensando que tenía potasio y de repente, pam, resulta que no. La noticia me afecta hasta tal punto que no consigo concentrarme en el breve turno de preguntas con el que concluye el acto. Tímidos aplausos y cierta prisa entre los presentes. Comprensible, ya que el presentador acaba de anunciar que, en el vestíbulo, se servirá un pequeño piscolabis que resulta ser una pantagruélica exposición de canapés dulces y salados que, en otra demostración de heroísmo, me abstengo de probar. Porque estoy de servicio y porque el recuerdo de aquel cóctel de gambas me sigue persiguiendo como una pesadilla recurrente intestinal tan difícil de cortar como la diarrea mental de algunos.

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