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Columna
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Solidaridad

Fue en la primavera de 1994 cuando recibí una llamada de Braulio Muriel para sumarme a una iniciativa de apoyo a Ruanda, abierta en canal por la guerra fraticida que asoló el país. En la primera reunión aparecimos Luciano González Osorio, periodista; el director de empresas Manuel Ruiz Benítez, el arquitecto Salvador Moreno Peralta y quien esto firma. Allí empezó todo. Surgió la asociación Pangea, el Banco de Alimentos y otras múltiples acciones en ayuda de los que no tienen nada. En sólo tres meses, los malagueños aportaron 140 millones para Ruanda. Fue una explosión de solidaridad de la que pocos podemos olvidarnos.

Yo había conocido a Braulio Muriel el 4 de diciembre de 1977, siendo ya senador independiente, cuando Andalucía estalló en defensa de la autonomía. Muriel fue de los que dio la cara para defender al pueblo, como siempre había hecho. Desde entonces nos unió la amistad de quienes tenían unos mismos objetivos. Ahora, a sus 80 años, pero más joven que nunca, quiere dejar la presidencia de Pangea Solidaridad. Con su figura desgarbada, alta, de hablar pausado, mirando a los ojos, Braulio Muriel es de esos hombres, antes que políticos, que han hecho de su vida un servicio a los demás, sin pedir nada a cambio, sin formar ruido, sacar pecho o buscar las páginas de los periódicos.

Es posible que hayamos entrado en una época en la que estos personajes empiezan a ser como piezas de museo en una sociedad donde prima el éxito, la cuenta bancaria y la cuenta de resultados. Por eso el recuerdo de Braulio Muriel no es más que un recordatorio para quienes, en silencio, son consecuentes con sus principios e ideas de solidaridad.

Se marcha de Pangea Solidaridad, pero su obra está ahí, fuerte, pujante, solidaria con los deprimidos, con los que no tienen nada. Tan sólo la esperanza, quizás, de que surjan nuevos personajes que como Braulio Muriel sean capaces de responder la llamada de los necesitados.

(Más pateras, más mujeres embarazadas, más niños, más dolor, más frustración, menos esperanzas. Las playas andaluzas siguen siendo la tierra prometida. A veces, sólo hay muerte).

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