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Columna
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Delfines y pirañas

Que por mayo era por mayo, en plenas fiestas patrióticas y autonómicas y en vísperas de las patronales, cuando al presidente madrileño se le calentó el ambiente de la Cámara. El portavoz socialista, Pedro Sabando, echó leña a la hoguera de Villapalos exigiendo la dimisión del consejero de Educación, presunto implicado en un delito de prevaricación y otro de malversación que, como recordaría con cierta acritud Ruiz-Gallardón a la Asamblea, se produjeron antes de que don Gustavo accediera a la Consejería de Educación catapultado desde el rectorado de la Universidad Complutense, donde en su día se cometieron los presuntos atentados a la legalidad y a la ecuanimidad, un turbio asunto de rivalidades académicas demasiado oscuro para los profanos.

Alberto Ruiz-Gallardón ha afrontado este mes festivo y casi sabático para los madrileños con peor humor que de costumbre, incluso ha dejado en el aire algún que otro comentario sobre su prematura retirada de la brega política, desmentido más tarde con declaraciones de fidelidad y disciplina a la ingrata cúpula de su partido: si su carismático líder le pide que vuelva a defender la plaza de Madrid, el fiel acólito volverá a presentarse a las elecciones aplazando por unos años más la toma de una decisión alternativa, o el paso a la categoría nacional como cabeza de lista, o la retirada honorable.

El delfinario de Aznar no es una plácida piscina, sino que se asemeja más a una bañera repleta de voraces pirañas que pueden hacer presa en cualquier mano inocente que se atreva a intentar comprobar la temperatura del agua. Con la idea motriz de que es mejor no cambiar nada para que todo siga igual, es posible que Ruiz-Gallardón se quede en Madrid y Aznar decida por fin volverse a presentar.

Tenemos en este país una espléndida tradición de líderes que se resisten a la jubilación y prefieren pasar directamente a los museos, esos museos a los que Fraga Iribarne, paradigma de este género de liderazgo inquebrantable, quiere mandar al euskera, quizá para que le haga compañía.

Ruiz-Gallardón ha hecho bien sus deberes y está en una edad inmejorable para presentarse a las oposiciones a la presidencia, y no es extraño, por tanto, que empiece a dar muestras de impaciencia, no quiere que se le pase el arroz y se le quede cara de viejo opositor con más dioptrías y más canas, apoltronado en su sillón autonómico y anatómico como 'gran esperanza blanca' de la derecha centrada y equidistante. El presidente madrileño ha sido la cara de la cruz que Álvarez del Manzano ha representado para el gobierno bicéfalo, municipal y autonómico, del Partido Popular en Madrid. El alcalde y sus alcaldadas, sus salidas de tono, sus pomposidades, sus obras y sus maniobras han sido un blanco perfecto en el que convergieron los dardos de la oposición democrática y de la opinión pública. Una espesa cortina de humo que ha tapado como un tupido velo las actuaciones más polémicas de su correligionario y corregidor de Madrid dejándole las manos libres para dedicarse entre otras cosas a las grandes operaciones urbanísticas como la de la Ciudad Deportiva del Real Madrid, obras que pudieran tildarse de faraónicas si el adjetivo no lo tuviese reservado casi en exclusiva el primer edil de la Villa y Corte con sus monumentales planes, explanaciones y tunelaciones.

Ruiz-Gallardón ha sido un gobernante ergonómico, que no ha despilfarrado sus recursos en polémicas ruidosas y estériles, que no ha desperdiciado su tiempo con rifirrafes y asuntillos de poca monta y demasiada impronta. Ha ido a lo suyo con buenos modales y buen humor, y se ha concentrado en los temas más importantes, en los grandes operativos, inmobiliarios y especulativos. Ha procurado hurtar el cuerpo de las controversias innecesarias y ha efectuado ciertas concesiones a sus rivales en asuntos de menor relevancia.

Pero si le siguen amargando la vida por la derecha de su partido y por la izquierda de la leal oposición, Ruiz-Gallardón, frío, distante y equidistante, a lo mejor deja compuestos y sin candidato a los suyos y se despide. En política, casi todos los contratos son eventuales.

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