¿Qué república?
Si las elecciones municipales de abril de 1931 dieron en plebiscito, y una España que se acostó monárquica, se levantó republicana, ¿podrán el cuché sensacionalista y los programas televisivos que van del corazón a la bragueta, repetir aquella jugada? Las presuntas relaciones entre el príncipe y la modelo son ya materia de trifulca doméstica y de discretas comidillas en los despachos ministeriales. La singularidad de este prodigio consiste en que no está impulsado por gobernantes y partidos políticos, sino que se cuece en la fascinación de los platós donde se componen y pastan las famas pasajeras, y de los que emana un olor de vómito. Así, un cuento bello y romántico puede desplazar el interés de la audiencia de esa casa donde se despioja el gran hermano, a una Eva desfilando en la pasarela, con todo el glamour de un gorro frigio de firma. El poder mediático, en manos de las más audaces conductoras, es un poderoso instrumento de hipnosis colectiva: y su público, una sustancia maleable. Una votación, en directo, propiciada por uno de esos espacios de ropavejería, terminó con una victoria aplastante de los que no quieren a la modelo noruega futura reina de España. Las explicaciones de algunos participantes, iban de la sacralización del linaje del príncipe, por cuyas venas fluye el poderío y la ciencia infusa de las divinidades, hasta la docta opinión de los expertos en temas dinásticos y nupcias reales. Ni unos ni otros admiten que una plebeya, que se exhibe en bikini y carece de un porte de abolengo, desacredite la corona. Y muchos agitaron el fantasma de una nueva república, como respuesta a esas pretensiones. Pero una república amañada en un fracaso sentimental, no es una república: es un folletín británico. En este patio trasero, los graves asuntos públicos se ventilan en un concurso televisivo, con todo desparpajo. Pero eso nada tiene que ver con lo que pasó en el 31, exclamó un exaltado patricio. Entonces hubo un pacto. ¿Dónde está ahora el pacto de San Sebastián? Y otro contertulio, que se conoce al dedillo los sortilegios y entresijos de esos programas, susurró: en Tómbola. Ahí empezó la república de los primos.
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