El pianismo universal de Joaquín Achúcarro

Ante un público que llenó la Sala de Cámara en un día archifestivo, escribió Joaquín Achúcarro el segundo capítulo de esta suerte de jubileo al que los madrileños pueden asistir en un plazo de poco más de una semana. Tras la versión magistral e imaginativa del Concierto número 4 de Rachmaninov con la ONE, el maestro bilbaíno nos ofreció un soberano recital que de Schubert y Brahms pasó a Rachmaninov y Scriabin y de aquí a los grandes franceses del siglo XX, Claude Debussy y Maurice Ravel. Todo un repertorio ambicioso y vivido por Achúcarro durante mucho tiempo en el que nos revela su personalidad de gran concertista internacional, uno de esos elegidos que a sus exigencias musicales une su concepto amplio y riguroso de la técnica que no es sólo, por cierto, eso que suele denominarse 'mecanismo'.

Personalidad mestiza

La personalidad artística de Achúcarro es, por la diversidad de aprendizajes y de los paisajes de su vida, profundamente mestiza. Y esto, en arte, da resultados espléndidos pues cabe asumir la latinidad luminosa de Italia (Achúcarro continúa enseñando en Siena), la lógica y el idealismo germano entendidos desde ese misterio llamado Viena, ese otro misterio, cartesiano y trabado no con sombras sino con nitideces, que es el arte de Ravel y Debussy y, en fin, la pasión oscura de Scriabin y Rachmaninov en la estela de Chopin. Como base, su propio genio, su estudio analítico y enemigo de la pedantería que empieza en la imaginación del sonido y termina en la explicación afectiva de los pentagramas.

Sería difícil quedarse con esta o aquella versión de las ahora escuchadas pues si Johannes Brahms acusaba sus íntimas deudas a Schubert, el veinteañero autor de la Sonata en Si Mayor, el vienés adquiría consistencia y énfasis trascendente. El universo de más noble virtuosismo creativo que tuvo su cima romántica en Liszt alumbra y da razón de ser al pianismo de Rachmaninov, cuyos Preludios son verdaderos micromundos y, esta vez, culminaron en el póstumo en Re Menor, doliente, casi desolado, escrito en 1917, el año del adiós a su patria.

Y para final otros preludios que lo son a la naturaleza, el ambiente y la poesía (por algo el autor dispuso los títulos al final de cada pieza y no al comienzo), esto es, los de Claude Debussy, y la vena españolista de Ravel, vasco francés, en la velazqueña Alborada del gracioso que estrenara Viñes en 1906.

Palpitante y generoso

El clima cálido, el tono de homenaje que reinó en toda la actuación de este grande de España y como tal grande de la música universal, le obligó a prolongar su recital con cuatro propinas de Debussy, Chopin y Scriabin. Conviene anotar que un porcentaje muy crecido de los asistentes eran jóvenes entregados al arte sin trampa, 'puro y hondo', como quería Pérez de Ayala, de una figura a la vez histórica y real por su pianismo alto, palpitante y generoso.